Periodismo deportivo: Donde dije digo, digo Diego…

Llevo años estando bien seguro de que lo único que mueve al fútbol es el marketing. El marketing, las relaciones públicas, y poco más. Nos hemos metido en una corriente en la que a los aficionados ya no les gusta un jugador o un equipo. Ahora nos gustan jugadas. ¿Y por qué? Pues por el marketing. Por la globalización. Por la inmediatez de las comunicaciones. ¡Yo que sé! O, quizás, porque la gente ya no opina, sino que sentencia, asegura y, jamás, duda o, simplemente, se abstiene.

El amor a tu equipo dura lo que dura un partido competitivo. La admiración por un jugador dura lo que puede durar un pase, un control o un disparo a puerta. Hoy, por ejemplo, he podido escuchar en la radio (Cope, a través de la magia del iPad), durante el partido Valencia-Real Madrid, al mismo periodista ASEGURAR que Granero era un estorbo en un equipo que cuenta con gente como Khedira, Lass o Xabi Alonso, para diez minutos después sentenciar sin parpadear que Granero debería, SIN LUGAR A DUDAS, ser titular el miércoles que viene contra el F.C. Barcelona en la final de la Champions.

Mi hermano, que puede ser una de las personas que conozco que más sabe de fútbol y periodista racional como pocos en este turbio medio, se enfadó conmigo el sábado pasado cuando le dije que me parecía un acierto jugar con Pepe en el medio en el Clásico de Liga, y dejar a Ozil en el banquillo. En menos de 90 segundo me explicó como iba a ir el partido: «Xabi y Khedira no van a poder parar a Xavi e Iniesta. Pepe, que va a estar totalmente perdido en el medio, no podrá presionar a Messi, que le cogerá la espalda una y otra vez, y con su juego entre líneas destrozará a una defensa flojita flojita, con Carvalho, que es un abuelo, y Albiol que no tiene recursos técnicos. ¡Lo veo yo, y no lo ve Mourinho! Ya vamos 0-1, antes de empezar. Aparte, ¿por qué nos tenemos que defender así? Hay que salir a por la pelota, a meterles miedo, con Ozil que la pueda mover y contectar con los de arriba».

Pues nos equivocamos los dos. Pepe fue el mejor del partido, como lo había sido contra el Athletic de Bilbao la semana anterior («contra el Athletic juega cualquiera», se había excusado mi hermano), pero el equipo no jugó a nada hasta que saltó Ozil al campo. Está bien, 1-1.

Esta mañana, antes de jugar contra el Valencia, le pregunté a mi hermano que, ante la ausencia de Khedira para las semifinales de Champions League, yo intentaría «sorprender» de nuevo a Guardiola y retrasar a Pepe a la defensa, para cubrir el hueco de Carvalho, y darle las riendas del medio campo a Lass, Xabi y Granero. Arriba, los mismos del otro día en la Copa: Di María, Ronaldo y Ozil. Mi razonamiento era que Xabi, Lass y Granero pueden recuperar igual cantidad de balones que el correcaminos alemán y el central portugués reconvertido, pero que además aportan mucho más toque y salida en ataque. Ofensivamente, mi opción preferida sería jugar con Adebayor arriba, para fijar a los centrales del Barça en su área, estirar al equipo catalán y crear espacios entre líneas que puedan aprovechar Ronaldo y Ozil. Además, con Pepe en defensa, se gana en velocidad, lo que ayudaría a jugar con una línea más adelantada, pues el ex del Oporto y Ramos siempre podrían recular más eficazmente que Carvalho o Albiol. Sin embargo, sabiendo que Cristiano será el único jugador exento de tareas defensivas, dudo mucho que Mourinho pierda la oportunidad de sumar números atrás (con Di María) para ganarlos arriba (con Adebayor). Por esto, aposté por el tridente de ataque que ganó la Copa el miércoles pasado como titular para el partido de la semana que viene.

«Estás loco, enano», exclamó mi hermano. «El partido del miércoles pasado se ganó por huevos, y Granero no tiene huevos. Ese partido se ganó por Pepe y Khedira, que le echaron más huevos que nadie. Yo cambió sólo a Lass por Khedira, y de central meto a Albiol. Pepe en el medio campo es inamovible, y si acaso quito a Ozil arriba y meto a Adebayor. ¿No te diste cuenta que Ozil se borró el otro día? No tiene sangre, fue el peor del partido».

Después de nuestra conversación, mi hermano se tuvo que ir corriendo (como siempre) porque algo tenía que hacer. Pero me causó gracia el cambio de parecer que sufrió en siete días. De «perdemos el partio por no poner a Ozil y meter a Pepe en el medio» a «Pepe no se mueve de ahí, y si acaso quitó al alemán». En su caso vale decir que sus opiniones encontradas no se deben al marketing ni a la prensa, lo puedo asegurar, porque como siempre va a 100 por hora, el pobre no no para ni a leerse el periódico. En su caso, definitivamente, sus cambios de parecer se deben más a lo que hablaba al principio: la mania que tenemos hoy en día a impartir juicios milimétricos minuto a minuto. A la inmediatez de todo. O sea, Ozil es el mejor de la temporada porque hace 30 minutos espectaculares en el Clásico de Liga, pero tiene 10 minutos de bajón físico en el de Copa, antes de salir sustituido, y ya no sirve, a parte de ser un flojo y un cagón.

Y lo mismo le pasa a jugadores como Canales, Pedro León o Garay. No sirven para el Madrid.

Espera.

Esos tres no han jugado ni 200 minutos de Liga entre todos, y ¿ya no valen? Bien, Benzema se pasó 5 meses deambulando por el campo, pero: «tenía algo. La calidad no se le discute. Blah, blah, blah». En la radio le apodaban «El Empanaó», no le metía un gol ni al arco iris, y cuando lo hacía (Hat-trick al Levante y al Auxerre), se decía lo mismo que con el partidazo de Pepe en Bilbao: «Es que cualquiera lo hace bien contra ese equipo». Sí, pero lo goles los metió él y no «cualquiera»; igual que contra el Athletic el partidazo lo hizo Pepe y no «cualquiera». Pues eso. Ah, ahora Benzema es insustituible, un titán, el jugador franquicia, poco menos, y un diamante que se sacó de la chistera Florentino ante la negativa del Valencia a vender a Villa el año pasado. Veremos cuando pase dos meses de mala racha. Lo querrán vender al Spartak de Moscú, por lo menos.

A veces pienso que si Raúl estuviera empezando su carrera ahora a mi hermano seguro que no le gustaría, ni a mi hermano ni a muchos otros, porque Raúl no era el jugador que lo hacía todo bien durante los 90 minutos. Raúl era, y es, un maratoniano, no un sprinter. Los mismo que al principio de temporada lo veían jugando en segunda con el Schalke el año que viene, ahora se llenan la boca con halagos hacia el 7. ¡Venga ya! Un poquito de paciencia y de criterio, por favor.

Pero si hay alguien que divide opiniones y que causa confusión en la crítica, además de sentencias arrolladoras y pensamientos cambiantes, ese es José Mourinho. Se ha dicho de él que es un mero sicólogo, que no se preocupa por la preparación física, que no trabaja a su equipo, que sin buenos jugadores no hace nada, que tiene favoritos en el vestuario y a los demás los aparta, que es el demonio, o Lucifer, un mentiroso, un ser mezquino, un «técnico de títulos», un encantador de serpientes, el defensor del mal, el adalid del anti-fútbol y, casi que maricón…

Y así y todo, con sus cosas buenas y sus cosas malas, sus salidas de tono, su egocentrismo y sus malas pulgas, su mano izquierda con Cristiano y su derecha con Pedro León, por ejemplo, Mourinho ha conseguido algo que ni Valdano ni Capello ni Heynckes ni Hiddink ni Toshack ni Del Bosque ni Queiroz ni Camacho ni García Remón ni Luxemburgo ni López Caro ni Schuster ni Juande Ramos ni Pellegrini habían conseguido: ganar un Copa del Rey para el Real Madrid. Pues ya es algo.

Claro, dependiendo de cual sea tu periódico de cabecera (y yo, honestamente, ya no tengo, pues me parecen todos, los pro y los contra, patéticos) y tu periodista favorito, quizás también te encuentres un tanto contrariado y no sepas si pensar si ganar la Copa ha sido algo bueno o algo malo para el Madrid. Cosas que he leído esta semana me recordaron a esas tonterías que oía en las canchas de Miami, de simples fanáticos domingueros -no de periodistas- sobre la importancia de la Copa Intercontinental. Si la ganaba el Madrid al Vasco da Gama o al Olimpia, era un torneo menor, si la ganaba Boca Juniors contra los Galácticos (practicando el antifútbol que ahora tanto le critican al Madrid) era el campeonato más importante que jamás se había disputado en la historia. Y el Madrid, justamente, con todo su dinero y su presupuesto, lo había perdido. Vamos que hay excusas para todo y se le puede dar la vuelta, a izquierda o a derecha, a todo lo uno quiera.

Pues lo mismo ahora. Un tal Lluís Mascaró , director adjunto de Sport y director de un programa de radio en Cataluña, se contradijo a si mismo, y en su propia columna del periódico que co-dirige, con sólo 48 horas de diferencia. Increíble, pero cierto. Una prueba más y fehaciente de que este mundo de hoy, globalizado e hipervelocista no tiene memoria, y muchísimo menos criterio. Las opiniones se mueven dependiendo de hacia donde sople el viento y tanta culpa tiene el que la tiene y la cambia (la opinión) como el capullo que no deja de decirle «¿Y a ti te gusta Pepe?, pero mira el pase que acaba de fallar. Un tio en primera y no puede dar un pase de dos metros», por ejemplo. Porque estoy seguro que el que cambia su opinión lo hace, en gran parte, ante la obviedad que le acaban de señalar: Claro, como voy a decir yo que Pepe es bueno, si es que mira lo que acaba de fallar.

Y tampoco digo que haya que recordarle al capullo toca-las-narices que Pepe ha ganado dos ligas, una supercopa, una copa y ha disputado dos Mundiales, pero quizás, si no apostaramos todas nuestras fichas a una opinión que estaremos dispuestos a cambiar en 120 segundos, anulariamos y desmantelariamos el argumento del elemento ese (rompehuevos) que históricamente se encontraba en el bar o en alguna plaza de pueblo y que, ahora, más y más, se encuentra -tristemente- detrás de un micrófono, impreso en un periódico o frente a una cámara.

Este es un momento perfecto en la historia para no ser periodista. ¡Ah, que alivio!

Running to Stand Still

Mi padre nunca ha sido muy corredor y, sin embargo, lo primero que recuerdo de él es verlo correr. Quizás no me acuerde, quizás sólo he oído la historia tantas veces que parece que la imagen en mi mente sea un recuerdo. Pero de que corría, corría. Es más, dice mi madre que corrió ese día más que nunca.

Yo tendría 18 meses o así, y mientras mi padre instalaba el vídeo de última generación que había comprado, yo jugaba como lo que era, un enano, colgado de su espalda. En realidad, si cierro los ojos, puedo ver la imagen: mi padre tirado en el suelo, conectando los cables del vídeo. Yo encima suya, jugando y deslizándome por su espalda como si fuera un tobogán. El suelo frio del salón del bungalow número 6 de Calas. El calorcito de la estufa encendida. El sillón de cuero marrón amarillento – o amarillo amarronado. La puerta de la terraza con el pestillo imposible de abrir por el oxido, que unos cuantos años después lograría abrir para escapar en busca de la madre perdida…

Y de repente, supongo, todo se paró. Y digo supongo porque esto si que no lo recuerdo, pero cuentan las malas lenguas que sufrí un ataque epiléptico. O lo que erróneamente diagnosticó el doctor Tortella, ilustre licenciado de los tiempos de la transición española destinado como médico rural a la pedanía de Calas de Mallorca, como «unas fiebres».

La cuestión es que mi padre corrió, conmigo en brazos, desde las mazmorras de los bungalows Cala Antena donde vivíamos, hasta el bungalow convertido en ambulatorio del doctor Tortella en Cala Romaguera.

Supongo que pocas veces habrá corrido tanto mi padre, ni tan rápido, y mucho menos con ese nivel de desesperación. Tanto así que al cruzar el aparcamiento vio su coche (ya fuera su querido 1200 o su flamante VW Passat- perdonad que no me ubique, pero os recuerdo que solo llevaba 18 meses entre vosotros) y, así y todo, decidió seguir corriendo.

Y sería esa carrera de mi padre en el frio invierno mallorquín la que salvaría mi vida sólo unos meses después de haber nacido.

Pero no es esa la única carrera que le recuerdo a mi viejo.

En otra ocasión, en 1993 o 1994, en la montaña de San Salvador, en Mallorca, estabamos toda mi familia y unos amigos disfrutando una paella un domingo de pascua. Tras la comida, y como era buena costumbre de los niños criados en la época pre- Play Station, nos pusimos a jugar al escondite. El caso es que, mientras los mayores tomaban el café, y la mayoría de los niños buscabamos un buen tronco de árbol para escondernos, mi hermana decidió esconderse cerquita de donde mi abuela pasaba el rato a la sombra, haciendo ganchillo. Claro, los niños de los 80 sabemos perfectamente las reglas del escondite, pero los niños de los años 30 – o sea, mi abuela- pues no tanto. Así que mi abuela comenzó a comentar el episodio de la novela del viernes, lo fresquito que se estaba allí, debajo de aquel pino, o sabe Dios qué, mientras mi hermana intentaba hacerla callar para no ser descubierta. Pero ni por esas.

A mi hermana la pillarón infraganti, aunque como se debió al desatino de mi abuela, el que la llevaba decidió contar hasta cinco antes de decir «un, dos, tres, Alicia». Si mi hermana podía bajar desde su escondite entre las bolsas de ganchillo de mi abuela y salvarse, el juego continuaría hasta que se descubriera a otro de los niños. Pero claro, mi hermana tampoco es muy atleta. Alicia dio dos pasos por la escalera que llevaba hasta la pared donde se tenía que salvar y al tercero se le escapó el escalón. Rodó montaña abajo los 14 escalones restantes y cuando aterrizó no solo le hubiera tocado llevarla en la siguiente ronda de escondite, si no que además se había roto un tobillo.

El grito y el llanto de mi hermana se debió escuchar en toda la montaña, y seguramente en las dos contiguas. Mi madre siempre dice que lo primero que pensó al oir a mi hermana fue: » Ay, ya está gritando otra vez esta pesada».

Pero esta vez la pesada sí tenía motivos para gritar. Con el tobillo roto, y estando en la cima de una montaña, el hielito que le puso mi madre no le hizo ni cosquillas. Si hubieramos tenido que esperar a que llegara una ambulancia, quien sabe lo mucho que hubiera sufrido, pero de nuevo se puso en marcha mi padre. Con pantalones largos y zapatos -dudo que mi padre haya tenido zapatillas alguna vez en su vida- levantó a mi hermana (que tendría 14 o 15 años, o sea que no era un bebe de 20 kilos), la subió corriendo montaña arriba y seguro que llegó al hospital en Palma antes de que el conductor de la ambulacia le diera el último a bocado a su sandwich tras recibir la llamada de emergencia.

Así que, sin ser un corredor consumado, mi padre ha corrido lo suyo… y la mayoría de veces por culpa de mis hermanos y mía. Luego, por su cuenta a corrido bastante también. Ha corrido para montarse en mil y un aviones para recorrer medio mundo y arreglar cientos de hoteles. Ha corrido para arreglarle las casas a mi hermano, para montar un restaurante, para buscarse trabajos en Puebla y en Cancún, y para arreglarle el jardín a mi madre, para tenerla contenta.

Ahora, como dice Bono, le toca correr solo para mantenerse, y va a ser una carrera larga y jodida. Pero como en Calas, como en San Salvador, aunque sea sin zapatillas y con pantalón de vestir, mi padre va a llegar primero a la meta.

Como siempre.

Un mundo sin mundo

A las tres de la mañana, por fin, pudo sentarse en el asiento que le había asignado la compañía ferroviaria. En la oscuridad del penúltimo vagón, con solo el sonido de su walkman y el leve ronquido del pasajero de la segunda fila como compañía en la madrugada, Robert comenzó el primer viaje del resto de su vida.

Ocho horas esperando en la estación, por los problemas de los frenos hidraúlicos del tren que le llevaría desde Odessa hasta el sudeste asiático, no parecían haber hecho mella en su físico. Y menos en su ilusión.

Bien entrada la madrugada, Robert miraba atento las afueras de la ciudad, mientras pasaban a toda velocidad junto a las ventanas del tren. Dejó entre abierta la parte superior del cristal para sentir la brisa del Caspio y el olor del umbral del alba mientras se despedía de todo lo que conocía. Atrás quedaban las aburridas costumbres del hemisferio oeste, el sigular politiqueo de sus gentes, la desconfianza sobre todo lo humano y el sinvivir de la presión del trabajo, la familia y la sociedad. En el horizonte, sólo el bienestar de un vida sin prisas, sin remordimientos. En Asia, Robert no podía dejar de pensar que se encontraría con los resquicios de una vida pasada, de un mundo mejor.