El olor a crisantemo era asqueroso.
Miklos llevaba ocho años trabajando en la funeraria de su tio y aun no se había acostumbrado al repugnante aroma de las flores de muertos.
La vigilia de hoy se hacía a feretro cerrado. El cadáver era un mafioso al que le habían reventado la cabeza a balazos. Miklos había arreglado ya la sala. Las siete filas de veinte sillas cada una, separadas por un estrecho pasillo en el medio, estaban perfectamente alineadas. Y fue justo entonces, cuando barría el lobby de la funeraria esperando a que llegara la procesión, cuando vio a Vivianna.
A sus cuarenta y pocos, sus ojos azules destacaban ferozmente por entre las patas de gallo. Las mejillas tersas y pálidas contrastaban con los esplendidos tirabuzones de pelo dorado que se escondían tras su gorro invernal, para después caer libres por cada extremo de su cara y, finalmente, descansar en sus hombros.
Caminaba lentamente, cabizbaja, sola, en primera línea tras del ataud que cargaban seis musculosos hombres, todos perfectamente vestidos con traje negro, gafas de sol y coleta engominada.
Miklos no le podía quitar el ojo de encima y hacía varios minutos que había dejado de barrer para, simplemente, observar a esa obra maestra de la naturaleza. Su tio se dio cuenta y, disimuladamente, se acercó a Miklos y le estiró de la manga de la chaqueta, para que despertase. Nunca quería tener problemas con sus clientes, pero mucho menos hoy que velaban a uno de los jefes de la mafia rusa. Hoy, todo tenía que salir perfecto: 12 horas de vigilia, todo impecable, ni un altercado, cobrar y a olvidarse del tema.
Pero Miklos no se podía sacar a Vivianna de la cabeza.»¿Quién se enamora en un funeraria?», penso ironicamente mientras le sujetaba la puerta a los últimos miembros de la procesión.
Miklos inhaló profundamente el odioso fragor de los crisantemos, se arregló la chaqueta, y continuó barriendo el lobby.
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