Son las dos de la mañana y Kate Hunt no puede dormir.
Y no se trata del dolor de huesos que sufre en cada rincón de su esqueleto, ni de lo mal que le puede haber sentado el lechón con patatas fritas que le trajo su vecina para cenar. Tampoco se debe su insómnio al intenso olor a humédad que perméa su vieja casa rodante, a la cual se mudó hace justo 40 años, cuando su marido se retiró tras un cuarto de siglo trabajando en la empresa del ferrocarril. No. Su falta de sueño se debe, simple y llanamente, al hecho de que, está noche, Kate no está sóla en casa.
La casa, encallada en un parque de la localidad de Hawley, Pensilvania, desde hace casi cincuenta añoa, está vieja, oxidada; aburrida de existir. Sus tuberías están podridas por la cal, a tal punto que la presión no logra sacar más que un ínfimo chorro de agua que no da ni para lavarse las manos. El sistema de calefacción, a base de un hervidero de aceite situado bajo el suelo de vinil, emite un ruido infernal, como silbidos guturales de espectros del más allá, causados por el burbujeante líquido, pero al menos mantienen el frio de las montañas del noreste americano lejos de las cuatro paredes del trailer. Es además normal que los gatos que rumían los contenedores de basura del vecindario se batan a duelos de vida o muerte en mitad de la noche, a guerras de arañazos y maullidos, que asustarían al cowboy más valiente de la Unión. Pero estos ruidos ya no retumban en los oídos ensordecidos de Kate. Tras cuatro décadas en esta comunidad de retirados, aquella niña que nació en el sur de Italia, en Montecchio Bany, hace justo cien años, se ha acostumbrado a estos inconvenientes y ya no le causan ningún tipo de molestia. Kate lleva casi media vida acostándose a las 8 de la tarde y soñando plácidamente hasta las cinco de la mañana del día siguiente, sin que ningún ruido tanto del interior como del exterior de la casa logren perturbarla. Quizás en 1983, durante los primeros meses tras la muerte de su marido, Oliver, sufriera un poco para conciliar el sueño, más que nada por la falta de constumbre a dormir sola, pero normalmente, y hasta hoy, Kate duerme como un lirón a estas horas.
“Se que estás ahí, y no entiendo porque vienes a estas horas”, susurra Kate con los ojos bien abiertos en su solitaria habitación. “La verdad, si querías verme, podrías haber venido en horas más normales. Por la mañana, por ejemplo, para hacerme compañía mientras cocino. O por la tarde, cuando estoy descansando en el sofá. Pero, ¿a estás horas? ¡Es que no cambias nunca! Sabes que debería estar durmiendo y se te ocurre venir a verme. Mañana voy a estar muy cansada y seguramente me subirá la presión. ¡Siempre igual, Oliver!”
Un silencio sepulcral recorre la habitación. Los miles de recuerdos acaparados durante toda una vida, durante un siglo, se encuentran cada uno en su lugar. Ninguna foto se ha despegado, ningún cuadro ha quedado descolgado, la silla del escritorio no se ha movido tétricamente. Todo continúa en un perfecto estado de normalidad. Pero Kate sabe que esta noche hay dos almas ocupando esta habitación.
“Sabes que el doctor te dijo que tenías que dejar de fumar. Siempre has sido tan cabezota. No ves que esa tos nunca te va a dejar tranquilo mientras sigas fumando”, replica la anciana en un grave tono matriarcal. “¿Cómo que ya no fumás? Ollie, puedo oler el humo en tu ropa a más de una milla. Y, por cierto, ya es hora que tires a la basura esa camisa. Te la compré cuando Billy estaba en el ejercito… ¡y este año ha cumplido los 70! ¿Te lo puedes creer? Nuestro hijo está suscrito a la seguridad social, jamás pensé que viviría para verlo, bendito sea San Antonio. El tiempo pasa volando, Ollie. Si supieras lo mucho que han cambiado las cosas por aquí”.
Kate se incorpora y se sienta, apoyando su encorvada espalda en el cabecero de la cama. Son ya las dos y cuarto de la mañana y la anciana se gira hacia su mesita de noche intentando buscar sus gafas. A tientas escurre su frágil mano, carcomida por la artrosis, entre el bote de pastillas para la presión, las gotas para los ojos y una figurilla de San Expedito, patrono de la causas justas y urgentes, hasta alcanzar las gafas y ajustarselas detrás de las orejas.
“Ayer vino tu nieta, Leah, a verme con su novio. Está más guapa. Tiene 36 años, ¿qué te parece? Está hecha toda una mujer y trabaja en algo que tiene que ver con ordenadores. La verdad es que no entiendo muy bien qué hace, aunque me lo ha intentado explicar cien veces. Yo sonrió y le digo que sí, que la entiendo, pero en realidad no te lo podría explicar. Sé que estuvo varios años trabajando en Microsoft… bueno, claro, seguro no sabes ni lo que es eso. Es una compañía de un señor que tuvo mucho dinero en los 80 y los 90, pero cuando tu falleciste todavía ni existía. Bueno, no importa, la cuestión es que está muy guapa, y feliz. Viaja por todo el mundo. Hace poco estuvo en Buenos Aires, ¿sabés donde queda? En suramerica, Ollie. Es la ciudad donde está esa estatua gigante del Cristo con los brazos abiertos, ¿te acuerdas que Henry Korchakowsky nos enseñó un reportaje en National Geographic una vez sobre esa ciudad? Pues Leah dice que es preciosa, que se come muy bien, mucha carne, y que la gente es muy simpática. El mes que viene se va a con su novio a España. Van a ir a Madrid y a Toledo, ¡a mi me encantaría ir a Toledo! Hace poco ví un programa en la televisión sobre esa ciudad, tan antigua, y con tanta historia. Quién pudiera ser jóven”.
Un sonrisa se dibuja en la arrugada cara de Kate. Cuando era jovén, viajó con su esposo a Canadá. Como él trabajaba en la empresa del ferrocarril, tenían un pase para viajar gratis en un vagón de tercera, así que con 45 dólares les vastó para pasar una luna de miel de cinco días en el país vecino. La suite nupcial del Motel Niagara Falls les costó 2 dólares la noche, y en la última noche pudieron ir a cenar a un mirador de las cataratas y cenar langosta. Fue el día que más dinero gastaron, pero no lo olvidaron nunca. A Kate le hubiera gustado viajar mucho más, pero el Señor Hunt trabajaba de sol a sol, y el poco dinero que ganaba servía para comer y para que sus dos hijos, Billy y Bobby, pudieran ir a la universidad. Con mucho esfuerzo lograron ahorrar para comprar la casa rodante donde hasta hoy vive Kate, a sus recien cumplidos cien años, y donde ambos decidieron pasar el resto de sus días cuando Oliver se retiró.
En 1976, está comunidad perdida en las Montañas Poconnos, en Pensilvania, era una maravilla. A mitad de camino entre Hawley y la cima de la montaña, el parque de trailers ofrecía todo tipo de comodidades. Lejos de la carretera principal, por las noches no se escuchaban ni los grillos. En las tardes de verano, un fresquito inenarrable acompañaba veladas maravillosas jugando al dominó en la puerta de alguno de los vecinos. A unos pocos metros cuesta abajo, el arroyo que nace en lo más alto del macizo y acaba vertiendo sus aguas en el Rio Hudson servía de escenario perfecto para las mil y una aventuras que sus nietos mayores, Leah y Billy, disfrutaban cada verano. Mientras, Oliver pescaba tranquilamente y veía pasar las horas de la mañana esperando a que Kate les llamara para comer alguna de sus especialidades italianas: Zitti con albondigas, lasagna de berenjena o sus “famosos” biscottis con chocolate.
Ahora, 35 años después, el parque no es ni la sombra de lo que un día fue. El boom inmobiliario de los 90 hizo que muchas familias pudieran vender a buen precio sus parcelas y sus trailers, y con menos dinero, mudarse a vivir comodamente al calor del estado de Florida. Ese era el plan que se traían entre manos Kate y Oliver a principio de los años 80, un tanto artos de los frios inviernos del territorio yankee. “En cuanto la propiedad suba un poco de valor, y Leah y Billy crezcan, nos vamos al sur, Kate. Te lo prometo”, solía comentar entre dientes cada mes de diciembre el Señor Hunt, sobre todo cuano empezaba a nevar.
Pero su sueño no pudo hacerse realidad. A principios de 1983, durante un viaje a Adventure Land, en Nueva Jersey, con sus nietos, Oliver se empezó a sentir mal y perdió el conocimiento mientras esperaba en la cola del tio vivo junto a Leah. Kate jamás estuvo ni ha vuelto a estar tan asustada. Llamó corriendo a una ambulancia y, ya en el hospital, le comunicaron que un terrible cáncer de pulmón se le había expandido por todo el cuerpo. El viejo trabajador del ferrocarril no volvería a salir del hospital con vida.
“Ollie, hace unos meses se mudó una familia muy rara a la casa donde vivían Stacey y Joey McCallister. Son jóvenes, y tienen dos hijos. Pero nunca salén de la casa. Algunas noches, justo antes de irme a dormir, escucho gritos que vienen de su trailer. Me da miedo, si estuvieras conmigo sería distinto, pero yo, aquí sola, y sin poder moverme como antes, no sé, me pone nerviosa que pase algo y no pueda hacer nada. Menos mal que están Violet y Bob. Son mis mejores amigos, gracias a Dios que los tengo cerca, y después de tantos años. Que San Antonio me los proteja. Bob vino hace dos semanas a arreglarme el baño, porque la fosa se había tapado. ¿Ves? Hay cosas que nunca cambián…”, comenta Kate entre carcajadas, pues su marido nunca fue un manitas para los quehaceres del hogar y siempre necesitaba que alguién le arreglara el cuadro eléctrico, le colgara una lámpara o le cambiara una rueda del coche. “Pero, así y todo, estoy muy sola. Tu hijo mayor quiere que me vaya a vivir con ellos, a Nueva Jersey, pero yo no quiero. Aunque no vengas todos los días, prefiero estar aquí para cuando puedas venir a visitarme. Y, además, ¿qué pinto yo en Glenn Rock? Mi casa está aquí, donde vivíamos juntos. Ya sé que se viene el invierno, el año pasado fue duro. Nevó muchísimo, pero Mike, el nieto de la Señora Worthington, pasaba cada día a quitarme la nieve del tejado y del porche. Es que la casa está muy vieja, Ollie. Se está cayendo a pedazos… como la dueña, ¡ja, ja, ja!”
Son las dos y media de la mañana y la casa rodante de Kate Hunt continúa en silencio. El segundo dormitorio, en el lado opuesto al de la habitación de matrimonio, se encuentra completamente a oscuras. El sofá cama está abierto, y la cama está preparada, como siempre, por si viene algún huésped. En los últimos años, sólo el matrimonio amigo y vecino de la anciana Kate, Violet y Bob, ha dormido en este cuerto. Ocurrió hace un par de meses cuando un huracán hizo crecer el arroyo que circunventa a la comunidad e inhundó su casa. La pareja de retirados, que recién se adentra en su séptima década de vida, se quedó junto a la Señora Hunt un par de semanas, mientras su trailer se secaba y la compañía de seguros cambiaba el calentador, la conexión a la fosa séptica, el sofá del salón y la cocina de gas.
Desde la otra punta de la casa sólo se escucha el susurro de Kate charlando con su esposo. La noche, afuera, está completamente cerrada. Se acaba el otoño, hay luna nueva, y la oscuridad llena cada rincón aquí en lo alto de las Montañas Poconnos. Esto noche, ni siquiera los gatos se peléan, ni el aceite hierve bajo el suelo del salón, ni el agua choca contra las paredes recalcitradas de las tuberías. Todo es silencio, todo es calma, pero en la habitacíon de la anciana, el huésped continúa charlando con su viuda.
“Ollie, mira que hora es. Casi las tres de la mañana. No sé cuando fue la última vez que estuve despierta tan tarde. Quizás fuera cuando nos conocimos. ¿Te acuerdas? Estabas tan guapo con tu uniforme militar. ¡Ja! Y te morías de ganas de estar a solas conmigo, pero yo no iba a ningún lado sin mi amiga Emma. Pobre Emma, me quería tanto. ¿Te acuerdas lo bien que lo pasabamos en Peekskill aquellos veranos? Hace ya media vida. Me ponía tan nerviosa cuando venías a verme para ir a jugar a las cartas a casa de Emma. Me acuerdo cuando mi padre me dijo: ‘Ese Oliver es un buen chico. Deberías presentárselo a tu prima’. Yo me puse roja de furia, y le dijé: ‘¡Estás loco! Ese Oliver es muy buen chico… ¡y es MI chico!’ Ja, ja, ja, Ollie, que tiempos aquellos”, recuerda Kate con una sonrisa en los labios y una lágrima brotando de su ojo izquierdo y recorriendo su mejilla. “Y vaya que si fuiste mi chico. A veces no puedo creer que haya cumplido cien años. Es una eternidad, pero he sido tan feliz. Lo único malo ha sido pasar tanto tiempo sin tí. Hubiera sido tan bonito poder hacernos viejos juntos, y quiero decir viejos de verdad, como soy ahora. Después de todo lo que trabajaste. ¡Ay, Ollie! Si pudieras haber seguido yendo a pescar al rio, como tanto te gustaba, y haber visto crecer a tus nietos. Y a tus bisnietos, Ollie. Aidan y Sierra son tan buenos niños. Cariñosos, respetuosos, felices. Una bendición del Señor”.
El reloj de la sala da las tres de la mañana. El salón esta organizado, al igual que la cocina. Kate Hunt es muy metódica, y más allá de sus cien años, le gusta tener todo limpio y en su sitio, Quizás por eso nunca ha querido mudarse con su hijo mayor, Bill, a Nueva Jersey. Aquí, en su casa, las reglas aun las pone ella. Las cosas se hacen cuando y como ella quiere, y aunque no pueda moverse con la agilidad de antaño, las labores del hogar nunca las pasa por alto. Por las mañanas cocina y lava los platos. Por la tarde, después de comer, descansa un poco en su mecedora, que aun está en frente del sillón donde siempre se sentaba a fumar Oliver. Lee un libro u ojea una revista, y a las seis cena algo que no tenga que cocinar. Un sandwich, o restos del almuerzo, o algo que le haya traido un vecino. Ayer cenó lechón, pero todavía le queda pizza que le trajo su nieta para comer, y que probablemente cenará mañana.
Su vida, aunque solitaria, es muy cómoda, e incluso, de vez en cuando, recibe alguna visita inesperada. Como esta noche.
“Ollie, mi amor, me voy a ir a dormir. Estoy muy cansada y ya es muy tarde. ¿Por qué no te sientas en el salón y lees un poco? En un par de horas me despertaré para hacerte el café, ¿te parece? Sólo te pido, por favor, que no fumés más. Esa tos me preocupa mucho. ¿Me lo prometes? Anda, dame un beso y déjame descansar un rato. Buenas noches, mi amor. No sabés cuanto te he echado de menos”.
Filed under: Uncategorized | 3 Comments »