Odio American Idol. Lo odio con locura, pasión, hastío y hasta un poquito de cariño. Me parece una aberración que le da la oportunidad a un grupo de chicos, pero que destroza las ilusiones de otros miles de pobretones que hacen las pruebas para que, simplemente, Simon les diga que no sirven para nada.
Y no es cierto. Hay muchos aspirantes a cantantes que podrían romperla si le dieran una oportunidad. Dice Sabina que las buenas voces se compran en el cuarto piso de El Corte Inglés, pero que para ser cantante se necesita mucho más. El propio Sabina estaba exiliado en Londrés en los 70, y de mayor iba para profesor de lengua en un instituto de provincias y/o poeta fracasado. Sin embargo, se cruzo en su camino Robert Allen Zimmerman, más conocido como Bob Dylan, y le demostró, sin saberlo, que el bueno de Joaco podía ser cantante…sin voz, como el judío de Nueva York. Años antes, Leonard Cohen escribió novelas por encargo en una isla de Grecia, y se moría de hambre y se comía los mocos, hasta que él también se cruzo en el camino a Mr. Zimmerman y pensó: «Si éste canta con esa voz, yo también puedo».
Por eso digo, que American Idol, como en su día Operación Triunfo en España, me tiene horrorizado, pues pretende maquinar, automatizar y generar algo tan genérico que a todos guste, y se olvida que lo que de verdad está intentando hacer es buscar la competencia entre cantantes; tan diferentes ellos. Si os dais cuenta, al final, todos acaban cantanto la típica balada tierna que tiene un coro gritón, tipo la canción de El Guardaespaldas de Whitney Houston o la de Titanic de Celine Dion. Pero, ¿qué hubiera sido de Barry White en American Idol? ¿Y de Bono? ¿Y os imagináis a Amy Winehouse diciéndole: «Fuck you!» a Simon después de que este le cerciore, por activa y por pasiva, que nunca se ganará la vida como cantante? ¡Ja!
Y el problema es ese: en la música, como en cualquier otro arte, hay cosas para todos, pues para gustos los colores. Por eso, esta marketiniana idea del American Idol me sigue pareciendo lo más macabro de lo macabro; miles de corazones rotos, para que al final unos pocos (los finalistas) se puedan llevar un trozo del pastel, y Simon y sus secuaces una millonada.
Porque este tipo, después del programa, produce los discos de los ganadores, con lo que, mejor negocio imposible. El cara dura se pasa cinco meses saliendo en la tele, en prime time, tres veces por semana, forjándose una imagen de tipo malo, crítico, ácido y wanabe-intelectualoide, mientras que 12 pobres jovencuelos se dejan el alma en el escenario para convencer a «América» de que ellos son los nuevos «ídolos». Luego, Simon firma a los que más apego han tenido entre la gente, pues ya el trabajo sucio está hecho: Se ha creado una estrella, sólo falta que produzca un disco.
Mientras tanto, mi tio sigue grabando sus canciones en su ordenador, mi amigo Óscar sigue tocando en el Finnegan´s de Miami Beach por $400 la noche (a repartir entre 5) y Quique Gónzalez sólo es conocido entre un círculo muy reducido de asiduos a los peores bares de Madrid.
De todas formas, debo admitir que critico con conocimiento de causa, pues me chupo el show todos los días (es la parte «mala» o «menos buena» de la convivencia en pareja… sólo hay una tele). Y también debo admitir, que hay cosillas que me llaman la atención. Es más, puestosnos a admitir verdades (vamos a contantar mentiras tralará), debo admitir que tengo mi favorito para ser el nuevo American Idol. Seguro que no gana, porque no es el mejor cantante ni el más guapo (al fin y al cabo, «América» vota y «América» tiene mejor entrenado el ojo que el oído), pero es el único que, en la presente temporada, se está destapando como un ARTISTA, pues a las versiones que le toca interpretar cada noche, ha sido capaz de darle un toque personal que es lo mínimo que podemos esperar de cualquier ARTISTA que se precie.
Se llama David Cook y estás son sus versiones de Eleanor Rigby (American Idol es más llevadero cuando se versiona a Los Beatles) y Billie Jean… esta última es, simplemente, magistral:
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