Parece que fue ayer cuando, algún día del mes de diciembre del año 2000, viajaba por la autovía de Albacete de vuelta de una comida en Cancarix, con rumbo a Molina del Segura. Tirado en la última fila de la Serena de mi tio Capote, iba yo pensando en lo bonita que era la vida. Yo era un jóven enamorado (de verdad) por primera vez, a mis recien cumplidos 17 años, y estaba empezando a investigar la anatomía femenina mientras me doctoraba en besos y versos.
Esas navidades se me hicieron eternas. Aunque normalmente estar en España era siempre una muy buena noticia, aquel año mi primera novia estaba en Nueva York mientras yo callejeaba por Palma y dormía a la orilla de la chimenea en Molina. No podía parar de pensar en ella, de las ganas que tenía de verla, de abrazarla y de besarla, de saber que estabamos juntos y que jamás se volvería a mover de mí lado. Pongamos que hablo de… Tatiana.
En España los días pasaban lentos. Los partidos de fútbol, las juergas y las tardes en el sofá con mi abuela, de repente se me hicieron tediosos. Sólo quería estar colgado del teléfono, mirar mis emails, y pensar en lo mucho que la quería.
Un día, el día antes de Navidad, andaba por la tienda de mi tio conectado a internet, cuando me llegó un email totalmente inesperado. Era de Tati, y tras largos devaneos culminaba con un claro y directo: I love you.
No cabía en mí de la felicidad.
Esas eran las mejores noticias que me podían llegar del otro lado del oceáno y de repente sólo podía pensar en volver a Miami. ¿Quién me hubiera dicho a mí que iba a echar de menos Miami en la vida?
Justamente en eso iba pensando unos días más tarde cuando, tirado en la furgoneta de mi tio, veía las nubes pasar a toda velocidad. El paisaje era espectacular. Campos poblados de enormes olivos, trigo y centeno pasaban volando a ambos lados del autopista, el sol brillaba de manera especial y me cegaba al mirar por el cristal de atrás del auto, y el frío del invierno murciano anunciaba que era mucho mejor estar dentro del coche que afuera.
En ese momento, mi vida cambió.
Mi tio Capote es un personaje. Todo corazón, es una de las mejores personas que se pueden encontrar en este mundo, pero en lo que se refiere a gustos musicales, digamos que se quedó un poco anticuado. Para él lo normal es escuchar Radio Olé, una emisora que se enorgullece en pinchar las mejores canciones de la copla española «… de ayer y hoy». Sin embargo, ese día, mientras volabamos por la autovía manchega, la radio decidió brindar un rayo de luz a mi vida. Por los altavoces escacharraos de la última fila de asientos de la Nissan Serena comenzó a brotar una melodía que, hasta el día de hoy, me hace temblar de emoción. «Y sin embargo» era el single del disco en vivo que acababa de sacar Don Joaquín Sabina.
Esa canción, buena donde las haya, evocó en mi mente miles de recuerdos de cuando yo era más joven. Recordé las excursiones a la montaña en el coche de mi otro tio, mi tio Sebastián, escuchando «Pongamos que habló de Madrid», «Princesa» y «Pacto entre caballeros». Recordé también el día que me tio Sebas llegó a casa de mi abuela con el CD de «Yo, mi, me, contigo» y me quedé impactado con «El Rock ‘n Roll de los idiotas», pero sobre todo recordé la primera vez que escuché «Juegos de azar» y «Quién me ha robado el mes de abril», canciones que han marcado severamente mi corta, pero intensa existencia.
Como no me consideraba un erudito sabinero, decidí comprarme al día siguiente el disco doble de «Sabina y Cia.», el cual se convirtió de forma inmediata en mi disco favorito de todos los tiempos. Gracias a esa joya de la música moderna, mi admiración por Joaquín Martínez Sabina creció de forma descontrolada, y como en aquel entonces los CDs de música eran para mi lo que hoy son las películas en DVDs (es decir, un vicio), pronto conté con la discografía completa del Flaco (genio) de Úbeda.
Valga toda esta explicación para contar que desde entonces no concibo un sólo momento de mi vida, al menos uno importante, en que una canción de Sabina no me haya marcado. Debería apuntar que, nada más volver de España aquel año, mi querida novia decidió que quería tiempo para estar sóla y pensar en si misma, y me mando a la mierda de mala manera. Esa decisión me sumió en una severa «depresión»: durante seis meses sobreviví a base de agua, cereales y partidos de fútbol… pero, sin lugar a dudas, el hilo del que pendía mi vida en aquellos momentos no era otro que «Donde habita el olvido», canción que estuve a punto de quemar tras escucharla más de 20,000 veces. «Y la vida siguió/como siguen las cosas que no tienen mucho sentido», rezán los mejores versos de esa canción. Eso hacía yo, seguía viviendo, pensando que jamás volvería a amar, que jamás encontraría a nadie como Tati. Pero en junio la encontré, sólo seis meses después. Con Mari fui muy feliz durante casi dos años.
Pero más allá de mis romances, la cuestión es que Sabina se había instalado en mi torrente sanguineo. «Sabina y Cía.» continuó siendo mi disco de cabecera, pero poco a poco me fueron ganando las canciones. Gracias al Pájaro conocí «Pero para el sol» y después Gustavo Coletti me habló de «Mentiras piadosas» y el cortometraje que produjo inspirado en dicho tema. Luego, y tras muchísimas conversaciónes con mi amigo Malarría -un loco sabinero que bailó al compás de «A la orilla de la chimenea» su primer bals de boda y que nombró a su hijo Joaquín- me lancé en los brazos del disco al completo de «Mentiras Piadosas»: «Con un par», «Corre dijo la toruga», «Con la frente marchita», «Eclipse de mar», «Ataque de tos», etc. Hirania Luzardo, ex compañera de Univision.com, me grabó «Dímelo en la calle» y desde que la escuché por primera vez, «Peces de ciudad» debe estar entre mis tres canciones favoritas de la historia. Después, Eduardo Biscayart me habló de las maravillas que escondía «19 días y 500 noches», y no mintió. «A mis 40 y 10″, Ahora que…» y «Pero que hermosas eran» no tienen nada que envidiarle a los mejores éxitos de la larga carrera del gran Joaco, y yo he tenido la oportunidad de saborear cada una de ellas mil y una veces durante los últimos años.
La cuestión es que tras tantos años de admiración, tras convencer a mi ex novia de que me quisiera después de cantarle al oído los dulces versos de «Contigo», tras llorar con «Pájaros de Portugal» y vibrar con «Pisa el acelerador»; después de recordar con Albert todo lo que «Cuando era más joven» le traía a la memoria; tras viajar dos veces a México a ver a Sabina actuar en vivo -la segunda a duo con otro de los gandes, Joan Manuel Serrat-, leerme sus dos biografías, su libro de letras y el de sonetos, y después de quedarme dormido más de 19 días y 500 noches escuchando la magnífica obra del maestro andaluz, hace apenas tres semanas me lo encontré.
Dos y media de la mañana del primer sábado de primavera en Nueva York, estaba hablando con una linda chica (Amanda) de Buffalo, que visitaba Nueva York por primera vez para celebrar la despedida de soltera de su mejor amiga, cuando de repente entra Gonzalo, un amigo de la infancía de mi compañero de piso que está de vacaciones en casa, y me dice: «Gaita, vení». Obviamente, y siguiendo la regla de las prioridades, yo le dije que me dejara en paz porque estaba hablando con una chica y pretendía seguir haciéndolo. Gonzalo insistió: «Gallego, en serio, vení». Como insitió dudé, pero seguí a lo mio, pues no todas las noches te toca el gordo, pensaba sin saber lo que se me avecinaba. «Gallego- salí ya que tienes que ver algo…», repetía desesperado mi amigo. En ese momento, giré la cabeza y por los amplios ventanales del bar pude ver a Juan, mi compañero de piso, hablando con Joaquín Sabina, en vivo y en directo, en la calle, en Nueva York, y a escasos metros de mí.
De lo que ocurrió a continuación tengo sólo vagos recuerdos.
Se me nubló la vista, se me cruzaron los cables, perdí el sentido de la orientación. Sé que le encasqueté mi trago a la pobre Amanda, que salí dando empujones y codazos del oscuro bar, y que cuando llegué a la calle me lo encontré sonriendo. Sólo logré decir: «Ostías…» y me tiré de rodillas frente a él. Sabina me agarró la cara con las manos y me dijo que por favor me levantara. Entonces me dí cuenta que mi buen amigo Jose, otro seguidor a ultranza del Flaco, también estaba bastante desorientado por la situación y sólo acertaba a agarrarse la cabeza con las manos y decir cosas como: «Joder, joder, joder» y «vaya, vaya, vaya». Finalmente, expulsó un gutural: «Madre mía, SABINA!».
Juan, el único cuerdo del grupo, agarró las riendas y manejó la situación como un campeón. Dio conversación al crack mientros nosotros -los grupis- nos meabamos de la emoción, le pidió que se sacara unas fotos con nosotros y, como colofón, lo despidió con un canchero: «hasta luego y gracias, maestro».
Yo, mientras tanto, sólo acerte a decir: «Se llamaba Andrea…», anotación que leí en uno de sus libros sobre la protagonista de «Peor para el sol».
Cuando ya no pude divisarlo entre la marea de gente que disfrutaba de la noche en Manhattan, no pude hacer otra cosa que romper a llorar.

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