El día que fui del Barça

Ahora que está de moda ser blaugrana; ahora que los mejores juegan en Barcelona, y son altos, guapos y solteros; ahora que la gente dice que «el buen fútbol» sólo se ve cuando se presencia un partido del equipo culé; justamente ahora, debo salir a confesar que yo, un día, hace ya mucho tiempo, fui del Barça.

Fue mucho antes de que llegaran los galácticos -y el subsecuente galacticidio- antes del Barcelona de Rijkaard, e incluso del de Van Gaal. Fue justamente cuando el Real Madrid de Arsenio se debatía entre la vida la muerte por entrar a los puestos que daban acceso a la Copa UEFA (al final entró el Tenerife, comandado por Felipe y Juan Antonio Pizzi), y el F.C. Barcelona daba sus últimas bocanadas de aire dirigido por un Johan Cruyff prácticamente desahuciado.

Por aquel entonces, yo vivía con mis padres en Miami, y acababamos de mudarnos a la que hoy en día sigue siendo su casa. Esta casa tiene un jardín gigantesco, con piscina y todo, y lo mejor era que la recepción de mi radio de onda corta en aquel patio, allá por 1996, era casí perfecta. En tiempos pre-internet, pre-teléfono móvil y pre-todo tipo de tecnología que hoy maneja tu vida, tener una radio de onda corta y escuchar al otro lado del transistor la voz templada de los peridistas ibéricos era todo un premio y, a la vez, una odisea. Un premio porque te hacía sentir mucho más cerca de «casa» (dos años después de aterrizar en Miami yo seguía convencido que aquello no era para mí); una odisea porque las emisoras cambiaban sin previo aviso, no había página de internet donde mirar la tabla de horarios/emisoras como referencia, ni un folleto que te dijera donde apuntar el dial. Durante un buen tiempo, antes de mudarnos a la casa nueva, mis tardes adolescentes consistían en sentarme al sol otoñal de Miami a eso de las 4:30 o 5 PM y pasarme los siguientes 60-90 minutos intentando sintonizar Radio Nacional de España antes de que empezara Radio Gaceta de los Deportes. Recuero el día que la señal se intensificó y pude finalmente oir el programa desde el fresquito acondicionado de mi habitación, lo que me permitía jugar a la Super Nintendo mientras escuchaba la radio (esto si que me hacía sentirme MUCHO más cerca de casa, pues me recordaba tantas tardes de domingo escuchando Carrusel Deportivo y jugando con mis amigos en mi habitación en Palma. Claro, en Miami me faltaba lo más importante: mis amigos.)

Pero en la casa nueva la recepción era casí perfecta. Los domingos eran una gozada: sentado en la hamaca tomando el sol, pegándome algún que otro chapuzón en la piscina, y todo mientras escuchaba la jornada de liga española.

En esas andaba cuando un día, casí al final de aquella horrible liga que se llevó el Atlético de Madrid, escuché a través de mi radio: «Luis Enrique arranca por la izquierda. Hace la pared con Fernando Redondo. El argentino la devuelve y Luis Enrique la mete en profundidad para la escapada de Soler. El Nanu la centra a la olla y… GOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOLLLLLLL». En ese momento salté de la hamaca y recorrí todo lo ancho y largo del patio como un poseso. Hasta el día de hoy, y lo digo bien en serio, no he conocido mayor satisfacción, mejor sensación ultrasensorial, que celebrar un gol del Madrid escuchando un partido por la radio.

Sin embargo, toda esa emoción se tornó en amargura cuando el narrador continuó: «… de Sergi!!!!!! GOLLLLLLLLLLLLLLLLL DEL BAARRRRRÇAAAAAAAAAAAA! Jamás me he sentido tan sucio, tan desilusionado, tan lleno de rabia, tan… tan todo lo malo que te puedas imaginar puesto junto. En mi descomunal celebración, no me había dado cuenta que tras el centro al área del Nanu Soler, habían cortado a la retransmisión del partido del Barça para narrar el gol del lateral catalán. Desde ese día, siempre, pase lo que pase, siempre, me tomo un respiro justo antes de celebrar un gol cuando escucho al Madrid por la radio.

Hoy que anda medio mundo (sí, es bonito ir siempre con el que gana… y por supuesto cambiar cuando este empieza a perder) celebrando el Triplete del Barcelona tras su año mágico, yo tengo que confesar que un día fui del Barça, pero por equivocación.

Hoy no. Hoy, más que nunca, soy Madridista 100%. Felicidades a los culés y Hala Madrid.

Anuncio publicitario

Allí donde quiero volver

Llevo unos días pensando lo bonito que sería que me echaran del trabajo.

No, no. Toco madera. No pretendo quedarme en la calle, es más, quiero trabajar más y mejor que nunca para que uno de esos 3,600 empleos que sobran en Microsoft no sea el mio, pero a la vez no puedo evitar pensar lo bonito que sería que me echaran del trabajo. Claro, ¿qué haría para pagar el alquiler? ¿y la casa de Miami? ¿y el coche? ¿cómo terminaría de pagar el Masters? Nah… la verdad es que, como casi todo el mundo, estaría hecho mierda si me echaran, pero no viene mal tener un plan B. Por lo que pueda pasar.

Yo, en caso de quedarme repentinamente sin la obligación diaria que pone comida en mi mesa, soy partidario de volver a hacer aquellas cosas que en algún momento me han hecho feliz, además de intentar de una vez por todas realizar esos sueños puestos en standby por culpa de los otros quehaceres necesarios en la vida.

Por eso, mi primera prioridad, que diría Sabina, sería viajar. Visitar a toda aquella gente que llevo en el corazón y que hace tiempo que no veo. Mis padres en Cancún, mi abuela en Palma, Darío en Carolina del Norte, John en Londres, Daniel en Italia o Trini en Madrid, recibirían a buen seguro una extensa visita de un servidor.

Pero además, me pegaría una vuelta por Calas de Mallorca, lugar en el que no paso un verano desde hace más de 10 años, y donde pretendería revivir mi infancia.

Me pasearía por el centro, me comería una hamburguesa en el Burguer -si sigue allí- y un helado en la plaza. Alquilaría una bici para pasearme por el paseo marítimo, hasta llegar a la Romaguera y de ahi subiría hasta el campo de fútbol de Balmoral y me pondría a jugar un partido con algún guiri. PhotobucketJugaría un billar en el bar de Juan Antonio y me comería unos Maltessers en el super de mi madre. Iría a ver a Chantal y me compraría el Marca, para leermelo de camino a casa, sin dejar de parar en la cabina de teléfono para ver si alguién se dejó el cambio olvidado.

Un vez en casa, me sentaría a comer en el balcón, mirando al barranco y a Canarios, podaría el granado de mi abuelo, y fantasearía con bajar a recorrer el torrente desde la curva hasta Cala Antena, como una vez hicieron mi tio y mi hermano.

Parece mentira que ese lugar, en el que sólo pasé seis veranos de mi vida, y a una edad tan corta (de los cinco a los 11) sea una parte tan importante de mí. Yo no tengo amigos en Calas, como mis hermanos; yo no tengo historias de marchas interminables, promesas de amistad eterna, amores por señas con extranjeras guapísimas… yo no tengo nada de eso. Mis recuerdos de ese pequeño paraíso escondido en Mallorca, del que ni siquiera muchos mallorquines tienen idea que existe, son más personales, tienen mucho más que ver con las sensaciones que esos escasos dos kilómetros circunvalados, con unas cuantas casas y hoteles, me transmitían a aquella edad. La sensación de crecer disfrutando; de vivir, de respirar, de ser feliz.


Recuerdo, por ejemplo, y aunque mi madre no me crea, el día que salté por la terraza para ir a buscarla a casa de la vecina, cuando apenas había aprendido a gatear. Lo juro. Me acuerdo. Es más, hoy, un cuarto de siglo después, podría describir aquel salón del bungalow número 6 palmo por palmo. Desde los horribles sofás amarillos gastados, pasando por la mesa camilla con el brasero y hasta la chimenea de leña. Por recordar, recuerdo hasta el pestillo de la puerta de la terraza: metálico, lacado y frío; hasta el macetero, la barandilla, e incluso el árbol, lleno de hormigas, por el que tuve que trepar en busca de mi madre, quién me había dejado durmiendo una placida siesta.

Photobucket
Recuerdo también el verano que aprendí a nadar en Cala Antena, con un tio de Porto Cristo que era clavado a Michael Laudrup, y la primera -y única- carrera que nadé al final de aquel verano, y en la que quedé tercero. Como olvidar todo aquello, los olores, los sonidos, las caras, los colores… tantas impresiones, tan raras, que un niño de menos de diez años como yo no podía hacer otra cosa que registrarlas, grabárselas a fuego vivo en el corazón.

No olvido mis primeros partidos de fútbol, cuando me dejaban lo mayores. Ni mi primer gol en la portería del fondo del campo de Balmoral tras un rechace del portero a tiro del mejor jugador que pisó ese campo: Mi hermano. ¡Ja! Un día, un chaval que se creía muy bueno, estaba por allí diciendo que quería jugar contra mi hermano porque todos decían que era el mejor… pero que él seguro que le daba mil vueltas. Bueno, sobra contar que entre mi hermano y Carlos se lo zamparon en 20 minutos, a él y a todos sus amiguitos.

Pobres.

Es impresionante pensar que estas cosas te marquen tanto, pero es así. Al menos a mí. Y repito, yo no tengo amigos con los que compartir historias y batallitas. Es más, seguro que de la mitad de «mis» historias sólo me acuerdo yo, pero son mías y nadie me las puede quitar.

Por eso, si deciden echarme antes del verano «gracias» al desmadre económico en el que se encuentra este desquiciado país, podreís encontrarme en ese rincón del paraiso. Estaré allí oliendo a cloro, escuchando el mar, sintiendo el fragor de kilos de protector solar en el aire de la tarde, montando en bici y jugando al billar o al Street Fighter.

¡Qué leches! Disfrutando.

Ismael Serrano – Allí