Llevo unos días pensando lo bonito que sería que me echaran del trabajo.
No, no. Toco madera. No pretendo quedarme en la calle, es más, quiero trabajar más y mejor que nunca para que uno de esos 3,600 empleos que sobran en Microsoft no sea el mio, pero a la vez no puedo evitar pensar lo bonito que sería que me echaran del trabajo. Claro, ¿qué haría para pagar el alquiler? ¿y la casa de Miami? ¿y el coche? ¿cómo terminaría de pagar el Masters? Nah… la verdad es que, como casi todo el mundo, estaría hecho mierda si me echaran, pero no viene mal tener un plan B. Por lo que pueda pasar.
Yo, en caso de quedarme repentinamente sin la obligación diaria que pone comida en mi mesa, soy partidario de volver a hacer aquellas cosas que en algún momento me han hecho feliz, además de intentar de una vez por todas realizar esos sueños puestos en standby por culpa de los otros quehaceres necesarios en la vida.
Por eso, mi primera prioridad, que diría Sabina, sería viajar. Visitar a toda aquella gente que llevo en el corazón y que hace tiempo que no veo. Mis padres en Cancún, mi abuela en Palma, Darío en Carolina del Norte, John en Londres, Daniel en Italia o Trini en Madrid, recibirían a buen seguro una extensa visita de un servidor.
Pero además, me pegaría una vuelta por Calas de Mallorca, lugar en el que no paso un verano desde hace más de 10 años, y donde pretendería revivir mi infancia.
Me pasearía por el centro, me comería una hamburguesa en el Burguer -si sigue allí- y un helado en la plaza. Alquilaría una bici para pasearme por el paseo marítimo, hasta llegar a la Romaguera y de ahi subiría hasta el campo de fútbol de Balmoral y me pondría a jugar un partido con algún guiri. Jugaría un billar en el bar de Juan Antonio y me comería unos Maltessers en el super de mi madre. Iría a ver a Chantal y me compraría el Marca, para leermelo de camino a casa, sin dejar de parar en la cabina de teléfono para ver si alguién se dejó el cambio olvidado.
Un vez en casa, me sentaría a comer en el balcón, mirando al barranco y a Canarios, podaría el granado de mi abuelo, y fantasearía con bajar a recorrer el torrente desde la curva hasta Cala Antena, como una vez hicieron mi tio y mi hermano.
Parece mentira que ese lugar, en el que sólo pasé seis veranos de mi vida, y a una edad tan corta (de los cinco a los 11) sea una parte tan importante de mí. Yo no tengo amigos en Calas, como mis hermanos; yo no tengo historias de marchas interminables, promesas de amistad eterna, amores por señas con extranjeras guapísimas… yo no tengo nada de eso. Mis recuerdos de ese pequeño paraíso escondido en Mallorca, del que ni siquiera muchos mallorquines tienen idea que existe, son más personales, tienen mucho más que ver con las sensaciones que esos escasos dos kilómetros circunvalados, con unas cuantas casas y hoteles, me transmitían a aquella edad. La sensación de crecer disfrutando; de vivir, de respirar, de ser feliz.
Recuerdo, por ejemplo, y aunque mi madre no me crea, el día que salté por la terraza para ir a buscarla a casa de la vecina, cuando apenas había aprendido a gatear. Lo juro. Me acuerdo. Es más, hoy, un cuarto de siglo después, podría describir aquel salón del bungalow número 6 palmo por palmo. Desde los horribles sofás amarillos gastados, pasando por la mesa camilla con el brasero y hasta la chimenea de leña. Por recordar, recuerdo hasta el pestillo de la puerta de la terraza: metálico, lacado y frío; hasta el macetero, la barandilla, e incluso el árbol, lleno de hormigas, por el que tuve que trepar en busca de mi madre, quién me había dejado durmiendo una placida siesta.
Recuerdo también el verano que aprendí a nadar en Cala Antena, con un tio de Porto Cristo que era clavado a Michael Laudrup, y la primera -y única- carrera que nadé al final de aquel verano, y en la que quedé tercero. Como olvidar todo aquello, los olores, los sonidos, las caras, los colores… tantas impresiones, tan raras, que un niño de menos de diez años como yo no podía hacer otra cosa que registrarlas, grabárselas a fuego vivo en el corazón.
No olvido mis primeros partidos de fútbol, cuando me dejaban lo mayores. Ni mi primer gol en la portería del fondo del campo de Balmoral tras un rechace del portero a tiro del mejor jugador que pisó ese campo: Mi hermano. ¡Ja! Un día, un chaval que se creía muy bueno, estaba por allí diciendo que quería jugar contra mi hermano porque todos decían que era el mejor… pero que él seguro que le daba mil vueltas. Bueno, sobra contar que entre mi hermano y Carlos se lo zamparon en 20 minutos, a él y a todos sus amiguitos.
Pobres.
Es impresionante pensar que estas cosas te marquen tanto, pero es así. Al menos a mí. Y repito, yo no tengo amigos con los que compartir historias y batallitas. Es más, seguro que de la mitad de «mis» historias sólo me acuerdo yo, pero son mías y nadie me las puede quitar.
Por eso, si deciden echarme antes del verano «gracias» al desmadre económico en el que se encuentra este desquiciado país, podreís encontrarme en ese rincón del paraiso. Estaré allí oliendo a cloro, escuchando el mar, sintiendo el fragor de kilos de protector solar en el aire de la tarde, montando en bici y jugando al billar o al Street Fighter.
¡Qué leches! Disfrutando.
Ismael Serrano – Allí
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