Mi alma perdida

Mi casa

El ídolo que te hace vibrar


En el fútbol se puede hablar de muchos tipos de jugadores.

Hay jugadores que te gustan por su derroche físico, porque son comprometidos, «sudan la camiseta» que se suele decir, meten la pierna y siempre dan el 110%. Están las estrellas, y no me refiero simplemente a los cinco mejores jugadores del momento, que esos les gustan a todos; me refiero a esos jugadores que, parados, perdidos durante gran parte del partido, con la mirada firme en el horizonte y rebuznando cada vez que algo no sale como planeaban, rompen partidos con un pase, una finta, un disparo… a veces, sólo con una mirada. Luego están los esforzados, los limitados, los que sonríen y caen bien, los guapos, los especialistas, los torpes, los gafes e, incluso, ese jugador que todos adoran aunque no haga nada, ese que, aun estando el banquillo o en la grada, todos apuntan que es importantísimo para el equipo: ese es el líder.

Tanto en el fútbol como en la vida nunca me ha gustado ponerle etiquetas a nada ni a nadie. No eres lo que haces o lo que dices, eres lo que eres y ya. No se debería medir a las personas por sus filias o sus fobias; ni tampoco por su nacionalidad, religión, gustos sexuales ni cualquier otra seña que te «identifique» con algo o alguien, simplemente porque si te identificas con algo, por defecto también te estás excluyendo de otras muchas cosas. Por eso, en el fútbol intento no generalizar con los jugadores, ni agrupar por defectos y virtudes, y odio a los que para definir a un futbolista lo comparan con otros dos o tres: «Es como Van Basten, pero más rápido y con mejor remate de cabeza. Una mezcla entre Anelka, Bierhoff y Shevchenko, vamos…» Claro, ¡te entiendo perfectamente!

Por eso, no me gustaría ponerme a analizar jugadores, ni intentar desglosar sus puntos fuertes o no tan fuertes, pero si me gustaría destacar a un jugador que, quizás por su globalidad, por su universalidad dentro del terreno de juego, jamás ha sido reconocido como el mejor. Y yo, humildemente, creo que si no lo ha sido, ha llegado a estar muy cerca de serlo.

Se trata ni más ni menos que de Raúl González Blanco.

Personalmente, como no me gusta etiquetar a nada ni nadie, tampoco me gusta idolatrar a personas con las que no haya pasado más del 90 por ciento de mi vida. Me he leído dos biografías de Joaquín Sabina, una de Bono, dos del Ché, una de Johan Cruyff y otra de Nelson Mandela, y lo cierto es que al terminar los libros me gustaban un poquito menos los personajes que antes de empezarlos. Por eso jamás me gustaría conocer a esas «celebridades» a las que respeto, pues prefiero pensar que son todo lo que me imagino a darme cuenta de que no son ni la mitad. Sin embargo, he de reconocer que a Raúl le guardo un rinconcito especial en mi corazón.

Tampoco quiero hablar de datos y estadísticas, pues ni me los sé, ni me interesan, ni creo que sean la forma más apropiada de medir la carrera de un futbolista. Los números, en mi opinión, son simplemente el resultado de muchos años como profesional. Es decir, nadie juega 15 años como titular en un club como el Real Madrid, ni disputa 105 partidos con la selección española, si no marca goles, da asistencias, e influye de manera importante en el juego día sí y día también. Por eso, a nadie le deberían sorprender los más de 200 goles de Raúl en la Liga o los más de 300 en todas las competiciones, ni siquiera que esté a sólo 7 partidos de convertirse en el jugador que más veces ha vestido la camiseta blanca. Lo dicho: unos números son fruto de los otros, y viceversa.

Por eso, lo de Raúl va más allá. Raúl es uno de esos jugadores que te gusta por que tiene un poco de todo y un mucho de nada. Y es que Raúl no es el mejor en nada: su regate no es infalible ni es el más rápido ni el que dispara más fuerte, pero lucha mano a mano con todos los mejores en esas categorías. Si algo hubiera que destacar de Raúl sería su espalda, porque es grande y puede cargar con todo el peso del equipo, tanto dentro del campo como fuera. Pero además, es el más listo, saber JUGAR al fútbol, algo de lo que muchos malabaristas del balón no tienen ni idea, y tiene una virtud que muy pocos saben explotar: es el mejor en mostrar todo lo que sabe hacer y esconder todo lo que no.

Así, a Raúl se le destaca su pundonor, su esfuerzo, su brillantez en momentos puntuales y su constante aporte a todo lo bueno que ha pasado en el Real Madrid en los tres últimos lustros, pero yo quiero destacar algo más importante. Raúl es el jugador que te hace vibrar. Porque cuando marca Raúl, marca tu hermano, marca tu hijo o tu primo o tu mejor amigo. Marca el underdog, el jugador que no destaca en las campañas publicitarias y el que no suele salir en las portadas. Por eso, porque es como nosotros, porque es uno más, todo lo que le sale bien a él, nos sale bien a nosotros, y por eso yo vibro con Raúl, pues sin haber levantado jamás la voz para decir «aquí estoy yo», siempre ha estado.