Una ducha por la mañana no consigue hacerme despertar.
Ni a mí ni a muchos de mis compañeros de tren. Todas las mañanas la gente aprovecha el asiento del vagón para echar la última cabezadita antes de llegar al trabajo. Yo no lo suelo hacer. Es como dormir la siesta, siempre me siento peor cuando me despierto que cuando me acosté. Por eso, por la mañana, aprovecho para leer un libro, la prensa o simplemente tomarme un capuccino de los de Domenico, el italiano de la pizzeria San Marco, y escuchar mi iPod.
Pero hoy ha sido especial. Hoy la vi.
Estaba dormida placidamente con la cabeza apoyada en su mano, y el codo a su vez apoyado en el cristal. Siempre se sienta en el asiento cerca de la ventanilla, porque así puede dormir. Estaba guapa como siempre, bella, y durmiendo en paz, seguramente sólo perturbada por algún que otro sueño jugueton.
Llevaba el pelo suelto, unos vaqueros apretados y un camisa de botones blanca. Me recordó a todas esas mañana en que me despertaba el olor de su pelo recién lavado. Ella siempre saltaba de la cama antes que yo, y a mí me encantaba abrir los ojos y verla pelearse con el armario mientras decidía que ponerse. Recién salida de la ducha, con el pelo aun mojado, se debatía entre una falda o unos pantalones, entre unas sandalias o unos tacones altos, entre una camisa o una camiseta.
Hoy llevaba la camisa blanca, recién planchada, sobre su cama, estoy seguro, o quizás sobre la tabla que compramos. Hoy tenía cara de estar feliz. Tenía los ojos cerrados, pero llevaba esa sonrisa perpetua marcada en los labios, esa sonrisa con la que siempre se quedaba dormida después de decir: «Buenas noches, mi amor». Quizás hoy dijo algo parecido al salir de casa.
Durante un segundo dudé en si debía despertarla o no. Hacía tanto que no sabía nada de ella; el corazón me dió un vuelco al verla. Seis meses han pasado, seis meses duros, raros, pero que ahora, por lo menos, han concluido en una estabilidad sensata en mi vida. Ahora ya tengo casa, tranquilidad laboral, un buen compañero de piso y amigos en los que confiar. Ahora ha vuelto el calor, después del invierno más largo, ahora estoy jugando a fútbol, haciendo yoga y comiendo sano. Ahora que hace seis meses que no la veo, me siento mejor que ayer, pero peor que mañana. Por eso dudé en si debía despertarla o no. Tenía tantas ganas de oir su voz, de mirarle a los ojos, de saber cómo estaba. Hubiera sido como volver a aquellos días en que ibamos camino del trabajo juntos en el tren. Los días que yo tenía libre, siempre me decía que no disfrutaba tanto el viaje, porque no me tenía a su lado. En serio pensé en despertarla, o hacer algún ruido exagerado para que se desperatara sin darse cuenta de que era yo quien lo había hecho. Pero no lo hice.
Me quedé mirándola, un largo rato, pensando en todos los momentos bonitos que compartimos. Recordé nuestros viajes, lo mucho que le gustaba estar en el aeropuerto conmigo; recordé su risa, y lo mucho que se reía cuando yo hacía alguna tontería; recordé sus labios, sus besos y lo bonito que era verla respirar mientras dormía. Me dí una vuelta por mi memoría y volví a sentir todo aquello que sentí el primer día que la ví. Volví a sentir todo aquello que compartimos durante los primeros siete meses que estuvimos juntos, ya que pese a vivir a distancia, jamás me sentí más cerca de nadie en la vida. Reviví las 17 horas en tren escuchando a Quique González que me llevaron hasta ella, la primera noche en que «vivimos» juntos en Manhattan, el kit de supervivencia que me dió, incluyendo el imprencisdinble mapa del tren de NY (que todavía guardo), la mudanza a Queens y las tardes que pasamos tirados en nuestro sofa de Macy’s viendo 1,001 películas y el anillo que le regalé promitiéndole amor eterno, y que se rompió a los dos meses.
Recorde las cenas que compartimos, nuestras visitas a los Bed and Breakfasts más remotos de Vermont y Maine, nuestros surf and turf’s (el surf para mí y el turf para ella), nuestros paseos por Manhattan, intentando descubrir nuevos restaurantes en los que siempre acababa comiendo una ensalada y una pechuga de pollo, las visitas a todos los McDonald’s del mundo para comer un número 10 con mucho ketchup, los días enteros que pasé explicándole lo que significaban las canciones de Sabina, el día que me dijo: «Tu música no me gusta, pero la escucho porque me gusta verte como me cantas», las noches que me pasaba ayudándole con su trabajo intentando no quedarme dormido e incluso el día que me mandó un email preocupadísima porque no sabía como meter un CD en su nuevo Mac.
Se me pasó el viaje volando, y mientras decidía si despertarla o no, aunque fuera sólo para decir hola, llegue a mi parada. Bajé del tren, me quedé inmóvil en la estación viendo como se cerraban las puertas y ella seguía ahí, dormida, sin ni siquiera sospechar que habíamos estado a escasos dos metros el uno del otro. Quizás pasen otros seis meses antes de que la vuelva a ver, quizás pase mucho más tiempo, quizás no la vuelva a ver jamás… aun recuerdo su teoría de que en NY, si la gente no queda para verse en algún sitio, es imposible que se encuentre por la calle. Que la ciudad es tan grande que el destino nunca cruza a dos personas que no se buscan.
Quizás sea verdad, aunque hoy comprobé que no lo es del todo. Solo sé que «si hoy estoy así es porque hoy la vi».
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