Mi abuelo era un tipo especial. Lo conocí durante 25 años de mi vida, y todavía creo que, en realidad, nunca lo conocí del todo.
De él se sabe que fue pastor (de ovejas), que también trabajó de camarero en el Hotel Paguera, que le gustaba caminar muchísimo y contar su famoso chiste del gato que araña una y mil veces. También es conocido mi abuelo por cenar muy temprano, acostarse después del Telecupón y despertarse al salir el sol para tomarse un café en el bar.
Mi abuelo nos cuidó dos años, a mis hermanos y a mi, al final y al principio de curso, mientras mi madre trabajaba en Calas. Durante ese tiempo pudo poner en practica todas sus dotes de amo de casa. Él limpiaba, cocinaba, nos lavaba la ropa y nos cuidaba, seguramente, más y mejor de lo que jamás cuidó a sus propios hijos. Nosotros le teníamos tanto respeto que incluso el día que nos cocinó una sopa y le puso azucar en vez de sal, no fuimos capaces de decírselo y nos la comimos entera. Todavía recuerdo las caras de asco de mi hermano y mi hermana cada vez que daban un sorbo. ¡Agh!
Sin embargo, se desvivía por hacernos felices. Una mañana de aquel tiempo en que nos cuidaba, nos preguntó qué queriamos comer, y mi hermano y yo le respondimos al unísono que queríamos macarrones, obviamente. Pero mi hermana le pidió que cuando los hiciera dejara unos cuantos aparte porque ella no los quería con salsa de tomate. Bueno. Al llegar del colegio aquella tarde nos encontramos a mi abuelo peleándose con dos pucheros gigantes en los hornillos de la cocina: Uno repleto de macarrones con salsa de tomate y otros simplemente hervidos y mezclados con mantequilla. Nos quedamos de piedra y no pudimos contener la risa. Creo que estuvimos comiendo de esos macarrones casi dos semanas.
Años después, cuando yo ya vivía en Miami y pasaba los veranos en Palma con mis abuelos, recuerdo comentarle una noche que me encantaba la sopa de tomate instantanea. Él, ni corto ni perezoso, bajó al SYP y me compró la caja entera de sobres de sopa de tomate. Una caja con 40 sobres, que bien le pudieron costar una pequeña fortuna, y que además le sirvió de excusa para explicarle a la cajera: «Es que mi nieto, el de Miami, el pequeño de mi nena, está aquí y le gusta mucho la sopa de tomate». Nunca tuvo problemas mi abuelo para entablar conversación con quien quisiera escucharle, pero gracias a aquella precisamente, yo me convertí en el «tontito de la sopa de tomate» durante todo el verano. Cada vez que entraba a la tienda me saludaba la chica: «Hombre, ya ha llegado el de la sopa… (risas)».
Y es que mi abuelo era un tipo especial. El año que vino a Miami a visitarnos decidió que no iba a cambiar la hora del reloj, y no la cambió en todo el mes que se pasó en casa. 30 días enteros en los que todas las noches, a eso de las 8 de la tarde rumía para sus adentros: «Yo me voy a ir a la cama, porque ya son… más de las dos de la mañana». También cabe recordar, para ilustrar aun más las peculiaridades de mi abuelo, las mil y una veces que nos dijo: «Coge lo que quieras de la nevera, pero no la abras»; o si no, el día que se fue la luz en la casa y que mi abuela, al no encontrar las velas donde siempre las guardaba, decidió que la culpa era de mi abuelo. «Ay, Pedro. Es que tu lo cambias todo de sitio», rebuzno mi abuela resignada, a lo que mi abuelo, seriamente consternado, replico: «¡QUE ME SE ESCURRAN LOS OJOS SI YO HE COGIDO LAS VELAS!» Mi prima Lucía, como no, fue la primera que rompió a reirse a carcajadas después de superar los instates iniciales de terror ante la magnitud de su emberrinchada voz.
Fiel amante de las tardes perdidas en el balcón observando la calle, aficionado a ver la tele a oscuras y en silencio después de cenar, solía despertarse a media noche y pasearse por la casa buscando el baño a tientas, con su camiseta de tirantes, sus calzoncillos largos y su pelo despeinado, asustando a todo aquel se lo cruzara a esas horas.
Hace ya unos años, nos dimos cuenta de que se le estaba apagando la luz. Mi abuela ya no le dejaba salir a caminar, por miedo a que se perdiera. Un verano, mi tio Sebastián y mi primo Miguel tuvieron que ir a buscarlo al pueblo, a donde siempre se escapaba con la excusa de que tenía que podar la higuera, ya que al encontrarse con uno del pueblo le preguntó si sabía dónde estaba su casa.
El pobre dejó de reconocernos, pero a mi abuela le cogió muchísimo cariño. Aunque no sabía a ciencia cierta si era su mujer o no, sabía que le hacía la comida, le ayudaba, lo lavaba y lo vestía, y en general lo cuidaba todo el día y toda la noche. A mi madre, su hija, tampoco la reconocía, y la última vez que yo estuve en España mientras él estuvo en casa, se pasó veinte días persiguiéndo por con un billete de 100 euros en la mano y diciéndome: «te doy 5 euros si te afeitas esa barba de chivo que llevas». Tampoco creo que tuviera muy claro quien era yo.
A los que sí que «conocía» era a sus bisnietos. Dice mi abuela que se pasaba horas mirando las fotos de Marcos, Sebastián y Andréa, mis sobrinos, y a los que él ni siquiera había visto en persona. Agarraba los marcos de las fotos, los miraba fijamente, y luego gritaba: «¡Pero que guapos!», para pasar a continuación a darle mil besos al frío cristal.
Cuando por fin fuimos todos a España, en las navidades de 2007, y vinieron con nosotros los tres renacuajos, mi abuelo llevaba ya mucho tiempo en una residencia de ancianos. Casí ni se reconocía a si mismo, a sus hijos y a sus nietos nos recordaba a ráfagas, pero dice mi hermana que la cara se le iluminó cuando vió aparecer a mis sobrinos por la puerta.
Esas navidades yo no pude verlo. No sé si fue miedo a que no me reconociera, o ganas de mantener en mi memoria el recuerdo que tengo de cuando era un señor grande y fuerte, en lugar de encontrarme con ese cuerpo delgado y encorvado que luego ví en las fotos. No sé por qué, pero la cuestión es que durante los diez días que pasé en España esas navidades no fui capaz de acompañar un sólo día a mi abuela a la residencía para verlo. ¿Quién sabe? Igual le podría haber dado una gran alegría, pero la cuestión es que no fui. Volé a Fiji y volví a Nueva York, y no pasé a visitar a mi abuelo. Y, tristemente, no puedo recordar cuando fue la última vez que lo ví con vida.
Que imbécil fui.
Quizás por eso, hace hoy un año, cuando mi tio me llamó y me dijo que mi abuelo había muerto, no dudé en sacarme el primer vuelo a Palma para así poder decirle adiós para siempre. Fue una semana durísima. Corté con mi ex novia, me tuve que mudar de casa a toda prisa, se me venía abajo el mundo, y encima esto. Cogí un vuelo desde Nueva York que hizo escalas en Chicago, Miami, San Juan y Madrid antes de llegar a Palma, y aterricé la misma tarde que lo estaban velando en el tanatorio.
Mi abuela no dejaba de llorar, nunca la he visto tan triste, y mientras observabamos a mi abuelo en el ataúd, a través del cristal, yo no podía dejar de intentar recordar cuando fue la última vez que lo había visto en vida.
Todavía hoy le doy vueltas como un idiota.
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