La felicidad de Quique González

Ayer fui al concierto de Quique Gónzalez en Nueva York. La tarde fue genial. Quique es un pedazo de artista, de eso no hay duda. No es Sabina ni Serrat, ni pretende serlo, pero tampoco es uno de esos que vive del cuento, y yo creo que eso le tiene que hacer muy feliz. Tiene talento, escribe letras preciosas y melodías que calan hondo. Pero es que además parece ser un tipo de puta madre.

El año pasado mi amigo Christian me explicaba que Quique González, con apenas 19 o 20 años, trabajó un verano como animador del hotel Balamoral, en Calas de Mallorca. Justamente en ese hotel trabajó mi madre casi diez años, y allí pasé yo infinidad de tardes jugando a fútbol y nadando en la piscina. En ese hotel recuerdo ver a España empatar contra Corea del Sur en el Mundial del 94 y tambien ganarle a Suiza en octavos 3-0. En ese hotel me estrené como actor en un musical de Grease un verano, besé a una chica por primera vez y otra me partió el corazón. Es decir, que es una parte grande de mi vida y si ya me gustaba Quique González antes, al saber que teníamos algo en común (¡y que algo! … ¡Mi querida Calas de Mallorca!) mi admiración creció a raudales. Christian me comentó que Quique se hizo muy amigo de su padre en Calas, pues es el dueño de un bar (el London Pub) que el cantautor madrileño solía frecuentar. Además, también me contó que en los agradecimientos de su primer disco, Quique recuerda a sus amigos de Calas. Un crack, vamos.

La casualidad quiso que un par de semanas después, caminando por Manhattan, me encontrara cara a cara con él. Yo estaba con unos amigos, y lo cierto es que andaba aun bajo la embriagadez de mi encuentro con el más grande de todosJoaquín Sabina– unos días antes; pero vi a Quique ahí, con un colega, fumando un cigarro a media mañana, y me fui hacia  él para saludarle. Tras las típicas introducciones pasé a contarle la historia que nos unía y de la cual me acababa de enterar hacía menos de 15 días. Él se ubicó en seguida, confirmó su amistad con el padre de Christian y me preguntó por un par de personajes que aun recordaba del pequeño pueblito playero mallorquín. Incluso, se interesó por como había acabado yo en Nueva York viniendo desde tan lejos y al final de nuestra conversación le dí mi teléfono, le dije que vivía en el barrio más guay (lo dijeron los Yeah, Yeah, Yeahs, no yo…) de Brooklyn y que si volvía a pasar por aquí le invitaba a una copa.

Aunque no me comporté como un simple fanático de cuarta (no le pedí ni una foto y muchísimo menos un autografo), sí que me puse nervioso. Me hubiera encantado contarle como conocí su música, casí por casualidad, cuando vivía en Miami, gracias a mi gran amigo Ray García Roca. O lo mucho que escuché y lo que me marcó el disco concierto de «Ajuste de Cuentas», y las 17 horas que pasé en un tren cuando me mudé a Nueva York, el siete de julio del 2007, con dicho album dando vueltas ininterrumpidamente en mi iPod.

Pero  como me dijó mi tio cuando vi a Sabina, es tanto lo que la música de estos genios te lllega ha marcar, que podríamos encerrarnos 3 meses en un cuarto con ellos y todavía nos faltaría tiempo para explicarles todos y cada uno de los momentos de nuestras vidas en los que su música nos ha guiado, animado, consolado… así que mejor ni tratar de empezar la historia para no aburrirles. Y eso fue lo que hice con Quique. Me lo encontré, lo saludé, charlamos cinco minutos y me despedí. Con elegancia. Como un colega más que como un grupi cualquiera.

Cual sería mi sorpresa ayer, al llegar al Mercury Lounge, donde iba a dar su primer concierto en suelo norteamericano, al encontrármelo de nuevo. Tranquilo, como siempre, charlando con los primeros de la cola, saludando a todos los que íbamos llegando y sacándose fotos a mansalva. Pero sin humos de estrellita. Un tio normal donde los haya, que además parece saber que somos nosotros, sus fans, quienes le damos de comer, y lo agradece siempre que puede.

Esta vez me acerqué de nuevo a saludarlo, pero con toda la intención de sacarme una foto con él. Ni corto ni perezoso le recordé nuestro encuentro por las calles de Manhattan dos años atrás y me respondió con un certero: «Claro. Tu eres el mallorquín que vive en Brooklyn. Me acuerdo. Todavía tengo tu teléfono en el móvil». Mi noble alma de seguidor implacable se sintió reconfortada. Un ídolo para mí como es Quique no sólo accedía de buena gana a sacarse una foto conmigo, sino que además se acordaba de nuestro último encuentro. Impresionante. La noche prometía.

Desde ese momento hasta que arrancó el concierto, mi mente no paró de dar vueltas. Volví a recordar mi viaje para siempre a Nueva York, en ese tren tan poco parecido al Transiberiano, pero que no podré olvidar jamás. 17 horas de viaje. 17 horas, sólos él y yo, en el momento más crucial de mi vida hasta ese momento. En sus letras encontré el aliento necesario para afrontar ese paso y el empuje crucial para darlo. «Miss Camiseta Mojada» me hizo pensar en las aventuras que estaban por llegar ahora que me mudaba a Nueva York. «Salitre» me llevó de vuelta a mis veranos en Calas de Mallorca, al lugar que compartimos sin saberlo, aunque él hablara de Conil de la Frontera en su canción. Con «Hotel Los Ángeles» no pude dejar de envidiar la vida en las alturas de los rockstars, para que a continuación sonara «Aunque tu no lo sepas» y me devolviera a la más viva y cruel realidad del amor a pie de tierra, además de avisarme de que, meses después, haría mis primeros (y últimos) pinitos en el mundo de la poesía gracias a sus versos. Eso de que «nunca escribo el remite en el sobre, para no dejar mis huellas» es una de las cosas más honestas y sinceras que he escuchado en mi vida de labios de un artista. Y, por supuesto, no faltó el recuerdo de»Pequeño Rock and Roll» y «Los conserjes de noche». Dos de mis canciones de cabecera, que conocía entonces, que mamé en ese largo viaje en tren, y que aun hoy mueven dentro de mí fibras que muy pocas canciones logran tocar.

Todo eso se me pasó por la cabeza en los 45 minutos que le llevó montar el escenario. La gira de Desbandados está compuesta por Quique González y su fiel «hermano» Jacob. Quique al piano, guitarra y harmónica, y Jacob con el contra bajo y segunda guitarra. Nada más. Muy personal. Tanto, que le toca montar y desmontar el escenario a ellos solitos sin ayuda de road manager ni de esclavo alguno como los que las leyendas del rock suelen contar siempre en sus giras.

Fue entonces cuando imaginé lo que debe ser la clave de la felicidad para un tio como Quique González. Como ya he mencionado, no parece el típico superstar enfrascado en sí mismo. Quique es abierto y coordial. Mientras montaba el escenario todos los asistentes al concierto se acercaban a saludarle y él no tenía reparo alguno en aparcar lo que estaba haciendo unos segundos para darle una alegría a alguno de sus fans. Por eso digo, que su felicidad debe empezar por ahí, por hacer lo que le gusta y poder disfrutarlo día a día. Nada tiene que ser más refrescante que saber que tu vida se basa en ejercer tu pasión y que, además, millones de personas te reconocen e idolatran por ello. Si haces lo que te gusta no te debe joder tener que enchufar un amplificador, afinar tu guitarra o modular el micrófono. Por eso me encantan los músicos de verdad, como Quique, que son cantantes porque les gusta cantar y no porque pretenden ser parte del famoseo y la salsa rosa.

Nunca he entendido por qué los raperos, por ejemplo, tienen esa obsesión por hacerse los tipos duros y peligrosos. Todas las letras hablan de su grandeza viril, su sed de violencia, sus ganas de resarcirse de todo lo malo que les pasó en su infancia y de las gilipolleces en las que se gastan el dinero que ganan. No lo entiendo. Si lo que pretendes es hablar de esas cosas, entonces tu sueño no es ser cantante, tu sueño es ser mafioso. Lo que pasa es que a la mayoría le faltan los huevos para ser mafiosos, entonces les toca aparentar y cantar sobre el tema. Desde la seguridad de una cabina de audio cualquiera puede amenazar de muerte a su peor enemigo… Piltrafillas.

Yo creo que la música tiene que ser algo mejor que eso, tiene que poder transmitir otras cosas más importantes que el cochazo que te puedas comprar o dejar de comprar. Y eso es lo que hace Quique. Habla de su vida y sus inquietudes. De sus vivencias y sus batallitas. De sus amores, de sus inseguridades y sus obsesiones; de sus viajes, su barrio, del Parque de Berlín y de los días de feria. Y eso le hace más cercano, más humano que cualquiera de esos artistas manufacturados por las grandes discográficas. Y eso es, seguramente también, lo que hace de Quique González un tio feliz.

Al menos, eso quiero imaginar.

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