Cuando tenía diez años, me preguntaron que número quería llevar.
Mi ídolo era Zamorano, número 9 del Real Madrid, y por eso me daba miedo pedir el 9. Luego me gustaba el 8, un número redondón, bonito, gordinflón, que lo habían llevado algunos de los más grandes jugadores del mundo, pero a mi mejor amigo, Albert, le gustaba porque era el número de Stoichkov, y no me lo quise pedir. Así que cayó en mis manos, casí por casualidad, la blanca camiseta del Patronato F.C. con el número 7 a la espalda.
Por aquel entonces yo era sólo un proyecto de extremo lento, miedoso y que lo único que tenía a mi favor era mi disparo y el hecho de ser zurdo (sólo eramos dos en el equipo). Así que poco jugué con el 7 en el Patronato, a pesar de que el equipo estaba conformado por niños que eran un año menores que Albert y yo. Sin embargo, hacía el final de aquella temporada, en la liguilla de consolación –quedamos segundos por la cola delante del Son Roca- me destapé como un goleador de raza, de los de pesencia en el área y disparo con ambas piernas. Recuerdo que el último entrenador que tuvimos, un tal Tolo, me decía que era muy inteligente con la pelota en los pies… pero más aún sin ella. En los siguientes 15 años de mi vida, sólo mi hermano se ha dignado a hablar bien de mi juego. Será incompresión del resto del planeta.
La cuestión es que, tras aquella liguilla de consolación, en el año 1995, cogí mis bártulos y partí junto a mí familia hacía las Américas. Era el 7 de julio (siete) de aquel año y atrás quedaban mis amores de colegio, mis amigos, los partidos de fútbol en el parque, las tardes de video consola en mi habitación, los veranos en Calas… todo. Fue duro, la verdad, pero al ver lo que sufría mi madre, mi hermana y, sobre todo, mi hermano, pensé que lo más serio era no decir ni mu, para no hacer aun más jodida la situación.
Mi adaptación a la vida americana fue rápida. Influyó el hecho de que mis padres nos querían hacer sentir bien, así que, por primera y única vez en mi vida, fui un niño mimado. Al consumo generalizado de cualquier golosina que encontráramos en el Win-Dixxie de Sunset y Galloway (por otra parte, todo un acontecimiento ir a hacer la compra por aquellos días. No sólo por todos los productos raros que veíamos, si no porque era al único lugar a donde mi madre se atrevía a conducir, así que era el único lugar al que salíamos durante los días de semana), se le sumaron un par de patines, la radio de onda corta, la bici que monté una docena de veces, la televisión de sistema PAL con la que pude jugar a la Super Nintendo, y un largo etcétera de objetos con los cuales mis padres pensaban que me gustaría un poco más Miami.
Nunca me llegó a gustar Miami, pero para cuando me acostumbre a tanto lujo, los viejos cortaron el suministro. Eso es educación de la buena y lo demás son chorradas.
De cualquier manera, lo mejor que me pudo pasar por aquellos días, y la mejor manera de hacerme estar a gusto en esa odiosa ciudad, fue empezar el colegio. Conocí a mi primer gran amor, Sheyla Llanos, que a las dos semanas me rompió el corazón y me retiró la palabra durante buena parte del curso (tuvo mucho que ver en esto el hecho de que le pidiera que fuera mi novia por carta y que luego me dedicara durante un par de semanas a llamarle por teléfono y luego colgar), también tuve el gusto de hacer grandes amigos como Steve Steiger, el guatemalteco más dicharachero de toda la ciudad, y Olvin Beltrán, quien aseguraba que tenía hijos que subsistían en las cloacas de Tegucigalpa cuales Tortugas Ninjas.
Pero sobre todo, me ayudó a acomodarme en mi nueva vida el volver a jugar a fútbol. El 11 de septiembre de aquel año (no es broma) llegó mi hermano de España. Él se había quedado en Palma para «recuperar» las asignaturas que había suspendido en junio, pero en vez de estudiar física y química en el internado, yo creo que se dedicó a estudiar anatomía femenina por todos los rincones de la ciudad. La cuestión es que llegó en septiembre, y con él llegó mi libertad. A los dos días, mi hermano ya era el crack de su colegio, el amigo que todos querían tener, y yo no me despegaba de él ni un segundo. Ibamos a jugar a fútbol, a los bolos, a la playa, a pescar debajo del puente de Key Biscayne; haciamos todo y yo me sentía como pez en el agua.
En el colegio también empecé a jugar en el equipo y el hecho de «entrenar» con los mayores casi cada día me había convertido en uno de los mejores jugadores de la escuela. Tanto así que tuve el derecho de elegir mi número antes que los demás, y por supuesto agarré el ya cabalístico 7.
Es gracioso que por aquel entonces mi nuevo ídolo era Davor Suker, otro número 9, pero ya se estaba ganando mi corazón un jovencito que lo hacía todo bien y que nos empezaba a dar muchas alegrías a todos los madridistas: Raúl González Blanco, el 7 del Madrid.
Cuando en 1997 llegué al instituto, en el equipo de fútbol volvía a esperarme mi ya decidido número favorito. Con el 7 a la espalda llegué a jugar un total de 5 partidos en los tres años que estuve en el equipo, pues mi entrenador era un hombre al cual obviamente le importaba bien poco el desarrollo de sus jugadores a tan tierna edad. Para saciar mis ganas de balón, lideré el equipo de Sunset Strikers cerca de 7 años, con el número mítico de Raúl, Butragueño y Juanito a la espalda. Con el, por ejemplo, me consagré campeón estatal de Florida en enero de 2001 y en junio del mismo año quedé tercero del país tras disputar un torneo en Nueva York, con un golito mio de falta directa incluido.
Desde Sunset Strikers hasta el Atlético Brooklyn hoy en día, mi paso por Kelme Unvision, the Ugly Feet, el España, los Lightning y los Caraquistas, incluyendo mis apariciones en los partidos de la prensa de la Copa Latina y de la final de la MLS 2006 (campeón del torneo y máximo goleador), siempre han estado acompañados de mi dorsal favorito, mi número preferido, casi de la suerte.
Con el tiempo, eso sí, me he dado cuenta de que el número 7 significa mucho más en para mi que el simple dígito con el cual juego a fútbol. Algunas de mis canciones favoritas, como «7 crisantelmos en el cementerio» y «Calle Melancolía» (…vivo, en el número 7, calle Melancolía), tiene al susodicho por protagonista, y quizás el cambio más importante de mi vida se produjo hace justo dos años hoy, 7 del 7 del 2007.
Ese día arrancó mi nueva vida. Atrás dejé 12 años en Miami, amigos, familia, trabajo, costumbres, y todo para estar con la mujer que me volvió loco. Hace justo dos años empaqué mi coche con todos mis trastos y conduje hasta Orlando. De allí zarpé rumbo a Washington D.C. en el auto-train de Amtrack. 17 horas en las que no cambié el disco, «Ajuste de cuentas» de Quique González, y en las que vi 3 veces seguidas «The Pursuit of Hapyness», hoy en día una de mis películas más detestadas tras el empacho de Will Smith que me pegué. Después, me tocaron otras 5 horitas de coche hasta Connecticut hasta llegar a mi nuevo hogar: 422 Bank Street, Bridgeport, CT. No pasé allí ni una sóla noche; la vida en la 34 y la 8va de Manhattan era mucho más apetecible.
Parece mentira que haya pasado tanto tiempo ya. 14 años en este país, 2 en Nueva York, increíble.
Antes, cuando estaba en Miami, me gustaba hacer algo que me recordara al pasado en esta fecha tan señalada. En 2005, por ejemplo, me fui y le saqué una foto a la primera casa donde vivimos al llegar a Miami. Lo que pensé que me iba a llevar un par de minutos acabó convirtiéndose en una tarde entera paseando sólo por mi antiguo barrio. Otro año visité mi colegio de la primaria. Todo parecía tan chiquito. También un año fui a tirarme en la hierba de Ponce de León Middle School, donde le dí mis primeras patadas a un balón en Miami.
El año pasado, por ejemplo, no hubo gran celebración. Estaba pasando por los peores momentos de mi vida, tras cortar con mi novia, tener que mudarme de casa, y el fallecimiento de mi abuelo. Fue una pena. Hoy es un día bonito, para celebrar, y aunque el año pasado lo pasé sufriendo, creo que este será diferente.
No sé todavía muy bien que voy a hacer, pero como seguro hará una bonita tarde de sol, qué mejor plan que agarrar mi nueva bicicleta y viajar en el tiempo hasta llegar a Austin St. y la 67 Ave. de Forest Hills. Quizás, si llego a tiempo, igual me alcanza para comerme un sandwhich de pastrami en la cafetería de mi amigo Rubén, y si no me comeré unos Eggs Benedict en el que hace un año solamente fue «nuestro» diner.
No importa que ande medio renqueante de mi lesión en el pecho (quizás sólo sea otro corazón roto); era para un día como hoy que me guardaba una tarde de sol, sin duda.
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¿Qué onda con nuestras fechas históricas similares? Nosotros llegamos a EE.UU. un 1 o 2 de julio de 1992. Eso de que tus viejos te compraban cuanta pelotudez podían pensando que te haría más feliz me suena extremadamente familiar. Eso de que nunca te llegó a gustar Miami, también. Por algo tarde o temprano terminé yo también viviendo en Nueva York, durmiendo en el cuarto de al lado tuyo, compartiendo la renta (que hay que pagar, by the way, sí) y cagando con la puerta abierta también, por qué no. Emigramos a una edad jodida nosotros. Leo en este texto rastros de una charla reciente de las tantas que solemos tener. La única diferencia es que a mí me inspiran status de facebook y a vos estos brotes de prosa que hoy por hoy envidio, desde mi sequía bloguera (contestáme y decime que envidiás mis status de facebook, ponéle onda).
Creo que eso venía a decir esta firma: que además de que nuestros viejos cumplan años de casados el mismo día, tu fecha de llegada a Estados Unidos también es cercana a la fecha de mi llegada; que nos tocó una edad jodida para emigrar y, por último, que Brasil nos acaba de ganar 5 a 0 en la final de la Copa América. No puede ser. Yo me quería ir a dormir campeón.
Me voy a dormir subcampeón.
Despertame mañana.
Ah, no, esto lo vas a ver después. Bue.
Enano, sí rescaté algunas en el 95. Tenía 8 suspendidas, siete de tercero y el catalán de segundo. Aprobé cuatro de las seis que estudié, me quedaron las mates, biología y bueno, los dos catalanes de segundo y de tercero que por huevos ni hice los exámenes. Como me venía para Miami pasé de bellón de ir al examen a verle la cara a la zorra catalisnta ante forasteros de la vieja que ya ni recuerdo el nombre.
En el fútbol, qué te voy a decir, ser bueno al fútbol no es importante, o al menos de eso nos hemos convencido los mediocres.
Un abrazo, Joaco
[…] Mortero, inspirándolo con temas tan conmovedores como Mi abuelo, o aquelllos soñadores como El 7 del 7 , o como olvidar la pasión por Sabina y aquel día que se cruzó con él en Junto a Spitzer´s en […]
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