Viajar en tren o en avión

Será porque llevo unos días de lo más raro que he pensado que, para viajar en Navidad, la mejor decisión que se puede tomar es hacerlo en tren.
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Hoy, mientras cruzaba la ciudad a toda velocidad para llegar a tiempo a La Guardia, recordaba el día que me mudé a Nueva York. El 7 de julio de 2007, recorrí casí mil millas de este país en tren para empezar mi nueva vida en la Gran Manzana. 17 horas escuchando el disco de Quique Gónzalez, viendo películas en el ordenador, conociendo a gente en el comedor y descansando, impulsado por las ganas de cambio y el amor.

Ahora, cuando vuelvo a casa a ver mi familia (y sobre todo a mis sobrin@s), recuerdo aquel viaje con cariño y melancolía, por lo que significó y por la comodidad. Lleva tres días nevando en Nueva York, el avión se ha retrasado 3 horas, y cuando llegue a Ft. Lauderdale todavía me quedará casi una hora de viaje hasta casa (dependiendo de lo rápido que vaya mi hermano).
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Pero bueno, lo mejor de este año es que se acaba, que este es el penúltimo vuelo que tomo en 2008 (que arrancó en el cielo, Fiji, y está acabando en el infierno) y que en 2009 espero que a todos nos toque ser un poco más felices y viajar bastante.

Y si es en tren mejor.

El miedo a los hospitales

De pequeño recuerdo que me encantaban los hospitales.

Un día que operaron a mi madre fue una gran fiesta para mi. Descubrí un par de plantas del recinto, tomé varios litros de chocolate caliente de la máquina y, como no había mucho más que hacer, cada dos horitas bajabamos al bar a por bocadillos de jamon, de queso, de chorizo o de sobrasada.

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Tiempo después, a mi hermana le dio por darnos sustos. Yo era todavía muy pequeño, pero me acuerdo bien de mi madre corriendo por el hotel donde trabaja para ver que le había pasado a mi hermana, que se había mareado y estaba tirada en el suelo de la piscina. Fueron muchas semanas las que pasó en el hospital, hasta el punto de que mi padre le compró una televisión para no tener que utilizar la arcáica «caja de imágenes», la cual funcionaba con monedas de 25 pesetas, y que el hospital nos aseguraba que era un televisión… «y de última generación».

Finalmente, mi hermana fue dada de alta y el miedo a que tuviera epilepsia o cualquier otro problema neurálgico quedó disipado. Gracias a ello yo dejé de correr por los pasillos de Son Dureta (justamente el hospital donde vine a ver mi primera luz en esta vida), y mi hermana pudo por fin volver a casa con nosotros.

Pero no pasaría mucho tiempo hasta que el olor a esterilizante y las paredes pulcramente pálidas de Son Dureta volvieran a convertirse en mi coto privado de diversión.

Un buen día, mientras comíamos una paella en la montaña de San Salvador, a los niños nos dió por jugar al escondite. La diversión nos duró más bien poco, pues nada más empezar el segundo turno mi hermana, que nunca fue muy diestra ella en materias de ejercicio físico, cayó rodando montaña abajo y aterrizó con el tobillo partido. Jamás he visto a mi padre correr tanto, con mi hermana en brazos primero, hasta llegar al coche, y por la carretera después, siguiendo a la ambulancia que nos dirigió, como no, a Son Dureta una vez más.

Creo que esa fue la última vez que estuve feliz en un hospital (a excepción de las tres visitas al Baptist para ver llegar al mundo a Marcos, Sebas y Andrea). Después de aquella operación a mi hermana, por la cual recibió una nueva televisión, lo que significó que a mi hermano y a mi nos tocara la vieja en herencia, ya no me parecieron tan buenos los bocadillos del hospital, ni los cafés de la máquina ni las horas interminables en la sala de espera haciendo sopas de letras. Quizás será que al hacerme mayor pienso más en las consecuencias de esas visitas y menos en los ratos ociosos que allí se viven.

Ahora son todo preocupaciones, y sólo escuchar la palabra: hospital, me viene a la mente una tétrica fotografía de un lugar alejado de la mano de Dios, donde matasanos trogloditas juegan con la salud de mis seres queridos.

En los últimos años he visto como a mi hermano le trasplantaban un riñon y acudía a varias sesiones de dialisis, he visto como le extirpaban un quiste cancerígeno a mi padre del colon,yo mismo he estado ingresado por problemas… hmmm… gastrointestinales, y últimamente he sufrido desde la distancia una operación de mi hermana en la espalda y otra visita de mi hermano a ese maldito lugar.

Ya no sé si es manía, fobia o simple asco lo que le tengo a los hospitales, pero sé a ciencia cierta que no quiero verlos ni en pintura.

Al menos mientras esté más preocupado del problema del paciente que de correr por los pasillos y comer los bocadillos del bar.

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Al final, no creo que los arbitros españoles sean TAN malos