Running to Stand Still

Mi padre nunca ha sido muy corredor y, sin embargo, lo primero que recuerdo de él es verlo correr. Quizás no me acuerde, quizás sólo he oído la historia tantas veces que parece que la imagen en mi mente sea un recuerdo. Pero de que corría, corría. Es más, dice mi madre que corrió ese día más que nunca.

Yo tendría 18 meses o así, y mientras mi padre instalaba el vídeo de última generación que había comprado, yo jugaba como lo que era, un enano, colgado de su espalda. En realidad, si cierro los ojos, puedo ver la imagen: mi padre tirado en el suelo, conectando los cables del vídeo. Yo encima suya, jugando y deslizándome por su espalda como si fuera un tobogán. El suelo frio del salón del bungalow número 6 de Calas. El calorcito de la estufa encendida. El sillón de cuero marrón amarillento – o amarillo amarronado. La puerta de la terraza con el pestillo imposible de abrir por el oxido, que unos cuantos años después lograría abrir para escapar en busca de la madre perdida…

Y de repente, supongo, todo se paró. Y digo supongo porque esto si que no lo recuerdo, pero cuentan las malas lenguas que sufrí un ataque epiléptico. O lo que erróneamente diagnosticó el doctor Tortella, ilustre licenciado de los tiempos de la transición española destinado como médico rural a la pedanía de Calas de Mallorca, como «unas fiebres».

La cuestión es que mi padre corrió, conmigo en brazos, desde las mazmorras de los bungalows Cala Antena donde vivíamos, hasta el bungalow convertido en ambulatorio del doctor Tortella en Cala Romaguera.

Supongo que pocas veces habrá corrido tanto mi padre, ni tan rápido, y mucho menos con ese nivel de desesperación. Tanto así que al cruzar el aparcamiento vio su coche (ya fuera su querido 1200 o su flamante VW Passat- perdonad que no me ubique, pero os recuerdo que solo llevaba 18 meses entre vosotros) y, así y todo, decidió seguir corriendo.

Y sería esa carrera de mi padre en el frio invierno mallorquín la que salvaría mi vida sólo unos meses después de haber nacido.

Pero no es esa la única carrera que le recuerdo a mi viejo.

En otra ocasión, en 1993 o 1994, en la montaña de San Salvador, en Mallorca, estabamos toda mi familia y unos amigos disfrutando una paella un domingo de pascua. Tras la comida, y como era buena costumbre de los niños criados en la época pre- Play Station, nos pusimos a jugar al escondite. El caso es que, mientras los mayores tomaban el café, y la mayoría de los niños buscabamos un buen tronco de árbol para escondernos, mi hermana decidió esconderse cerquita de donde mi abuela pasaba el rato a la sombra, haciendo ganchillo. Claro, los niños de los 80 sabemos perfectamente las reglas del escondite, pero los niños de los años 30 – o sea, mi abuela- pues no tanto. Así que mi abuela comenzó a comentar el episodio de la novela del viernes, lo fresquito que se estaba allí, debajo de aquel pino, o sabe Dios qué, mientras mi hermana intentaba hacerla callar para no ser descubierta. Pero ni por esas.

A mi hermana la pillarón infraganti, aunque como se debió al desatino de mi abuela, el que la llevaba decidió contar hasta cinco antes de decir «un, dos, tres, Alicia». Si mi hermana podía bajar desde su escondite entre las bolsas de ganchillo de mi abuela y salvarse, el juego continuaría hasta que se descubriera a otro de los niños. Pero claro, mi hermana tampoco es muy atleta. Alicia dio dos pasos por la escalera que llevaba hasta la pared donde se tenía que salvar y al tercero se le escapó el escalón. Rodó montaña abajo los 14 escalones restantes y cuando aterrizó no solo le hubiera tocado llevarla en la siguiente ronda de escondite, si no que además se había roto un tobillo.

El grito y el llanto de mi hermana se debió escuchar en toda la montaña, y seguramente en las dos contiguas. Mi madre siempre dice que lo primero que pensó al oir a mi hermana fue: » Ay, ya está gritando otra vez esta pesada».

Pero esta vez la pesada sí tenía motivos para gritar. Con el tobillo roto, y estando en la cima de una montaña, el hielito que le puso mi madre no le hizo ni cosquillas. Si hubieramos tenido que esperar a que llegara una ambulancia, quien sabe lo mucho que hubiera sufrido, pero de nuevo se puso en marcha mi padre. Con pantalones largos y zapatos -dudo que mi padre haya tenido zapatillas alguna vez en su vida- levantó a mi hermana (que tendría 14 o 15 años, o sea que no era un bebe de 20 kilos), la subió corriendo montaña arriba y seguro que llegó al hospital en Palma antes de que el conductor de la ambulacia le diera el último a bocado a su sandwich tras recibir la llamada de emergencia.

Así que, sin ser un corredor consumado, mi padre ha corrido lo suyo… y la mayoría de veces por culpa de mis hermanos y mía. Luego, por su cuenta a corrido bastante también. Ha corrido para montarse en mil y un aviones para recorrer medio mundo y arreglar cientos de hoteles. Ha corrido para arreglarle las casas a mi hermano, para montar un restaurante, para buscarse trabajos en Puebla y en Cancún, y para arreglarle el jardín a mi madre, para tenerla contenta.

Ahora, como dice Bono, le toca correr solo para mantenerse, y va a ser una carrera larga y jodida. Pero como en Calas, como en San Salvador, aunque sea sin zapatillas y con pantalón de vestir, mi padre va a llegar primero a la meta.

Como siempre.

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Una respuesta

  1. Muy bueno Alfonsito, eres un crack.
    Que tal estais todos?
    A ver si te dejas caer por Mallorca y recordamos viejos tiempos….Un abrazo

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